Un suevo en A Costa da Morte
El pintor Detlef Kappeler halló en Galicia su nexo con el romanticismo alemán
Esta primavera inaugurará en Vigo una exposición con el título En el fin del camino. La vida del pintor alemán Detlef Kappeler (Stettin, 1938) ha sido una continua marcha desde que a los 7 años tuvo que abandonar su ciudad natal, a orillas del Báltico, ante el avance de las tropas soviéticas en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia le ha impuesto una forma de ver el mundo que se ha traducido en un estilo propio de dar cada pincelada. Lo define como "nuevo realismo dialéctico".
La inspiración para esta forma de pintar reside en Chorente (Muxía), donde tiene su casa. Frente al Atlántico de A Costa da Morte, ha encontrado una conexión casi mística con la tradición romántica alemana. Aquí, cerca del fin del mundo, ha decidido situar su meta. Tal vez, sus antepasados suevos le hayan guiado hasta sus viejos dominios gallegos.
"La guerra me robó la infancia: pasaba más tiempo en el sótano que jugando"
Cada día baja a los cantiles de A Barca a tomar apuntes sobre el mar
"La guerra me robó la infancia: pasaba más tiempo en el sótano que jugando", cuenta Detlef. Y luego, la paz le robó los orígenes. Stettin, su ciudad, era un puerto natural con salida al Báltico muy cercano a Berlín, una plaza muy atrayente para los soviéticos, que entraron en el lugar como elefantes en una cacharrería: se expulsó a la población alemana, que fue sustituida por colonos. "Aún recuerdo las caravanas de familias andando, con los aviones sobre nuestras cabezas..." Al final, Stettin acabó siendo territorio polaco. La familia Kappeler se estableció cerca de Hamburgo, en Schwerin: "Vivíamos en unos vagones de tren que habían habilitado como casas para refugiados". Los recuerdos, que le han vuelto liviano el sueño, le pesan, sin embargo, en la pintura, que grita la agonía de quien ha estado cerca de la muerte. "Todavía tengo miedo", reconoce.
Tras trabajar en el puerto de Hamburgo para ganarse el pan, se fue a Hannover para estudiar arquitectura y pintura. Luego, gracias a un premio, pudo hacer pintura y gráfica libre en Hamburgo, donde fue alumno de grandes pintores del momento como Gerhard Richter, Paul Wunderlich y Allen Jones. Más tarde, una beca le llevó a París, donde se estableció con su mujer y algunos gatos. Y allí le pilló mayo del 68. Pacifista hasta la médula, participó en el movimiento contra la guerra de Vietnam y en cualquier iniciativa a favor de la democracia. Dejó Francia para volver a Hannover, donde obtuvo la cátedra. Su trabajo con los estudiantes se centraba en la experimentación de nuevos modos de expresión: la forma, el color, la composición, los contenidos... "Siempre he estado en una permanente búsqueda, a veces sin saber siquiera qué busco".
Detlef se encontró a sí mismo en A Costa da Morte, a donde llegó vía Barcelona. Allí tuvo un taller y llegó a exponer en la famosa Sala Gaspar. Fue un amigo catalán el que le recomendó visitar Galicia. Vino para quedarse: primero se instaló en el cámping de Leis, luego en un piso de alquiler en Muxía y, finalmente, en una casa de piedra con interior de madera en la aldea de Chorente.
Va todos los días a los cantiles de A Barca y se sienta junto al faro para tomar apuntes del mar. Es un paisaje cómplice para los románticos: un Atlántico embravecido que susurra pasión, tragedias y catástrofes. Aún mantiene una casa con taller en Alemania, pero asegura que "es en A Costa da Morte donde me siento en conexión con pintores como Caspar David Friedrich, el gran pintor del romanticismo alemán". De hecho, ha creado una serie sobre naufragios inspirada en él. Un buen amigo, Antón Castro, escribió para un catálogo: "Su obra emblematiza un sentimiento agónico de la vida, tal vez la imagen singular del romanticismo marino".
Reconoce en sus cuadros la influencia del arte americano de Pollock y, sobre todo, del expresionismo alemán. "Con mi obra quiero penetrar la realidad, pensar y pintar la vida en sus contradicciones; es una forma de trabajar dialéctica". Su pincel saca a la luz todo lo que lleva dentro: los lienzos resultan dramáticos, atormentados, enfatizados por el trazo grueso, "para que lleguen al sentimiento". Aunque dice ser optimista, piensa que "la vida es un camino con mucho sufrimiento y, a veces, alegría; donde detrás de la belleza también hay cosas oscuras". El arte le conecta con la humanidad, al tiempo que resuelve su duda existencial: "Mientras pinto trato de descubrir qué es la vida".
De los artistas gallegos admira a Maruja Mallo, de la que recuerda una reciente exposición, pero sobre todo a Castelao, "por su obra, pero también por su compromiso". Dice encontrar mucho en común entre Galicia y Alemania, y por eso se siente como en casa. Tiene sobre la mesa varios libros: Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo; Otra idea de Galicia, de Miguel Anxo Murado, e Historia de Galicia, de Ramón Villares. En sus páginas encontrará a otros suevos, antepasados suyos, que también vinieron para quedarse y tuvieron aquí su reino.
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