Ogro de patriotas
Rebusco en mi irremediablemente desorganizada biblioteca, que era uno de los pocos y salvadores controles que aliviaban el descontrol de mi cabeza, una imborrable definición del poeta Paul Valéry sobre el patriotismo. Me la buscan amigos familiarizados con las nuevas tecnologías en esas cosas tan milagrosas y sabias llamadas Google y Wikipedia, pero ni rastro. Mi enferma memoria no puede ser literal, pero quiero recordar que decía algo tan incontestable como: "El patriotismo es el último refugio de los canallas". Alguien me cuenta que esa frase tan devastadora se le ocurrió a Samuel Johnson. Da igual. También guardo permanente huella de otro aforismo del autor del maravilloso El cementerio marino. Dice así: "La guerra es una masacre entre personas que no se conocen para el beneficio de gente que sí se conoce pero que no se masacra". Para que después los cínicos prosaicos se burlen de la perpetua abstracción de los juglares genéticos, de su ridículo conocimiento del color de las nubes o del sexo de los ángeles.
Asisto con indisimulado gozo a las dentelladas a la yugular que se lanzan los patriotas, los guardianes del bien común, los gestores de la cosa pública. Y tengo un héroe, ese utópico hombre honrado que buscaba Diógenes. Se llama Garzón. No me fascina su jeta, ni su voz, ni su estilo oral, tampoco el literario. Es probable que pierda el sueño por ser el primero de la clase, por figurar, por dar permanentemente la nota. Bendita nota. Persigue con el poderío que le otorga su casi siempre inmune profesión a patriotas de todo tipo. Es un Quijote pragmático. Se está jugando la vida con obsesión épica, con admirable profesionalidad. El jesuita Arzalluz considera un patriota a Otegi, al pensador de los gudaris. Los patriotas catalanes, los guardianes del seny, tampoco desdeñan meter la pezuña en la caja. Pinochet también era un patriota. Garzón reparte hostias sin distinguir ideologías. Son corruptos, son asquerosos, son humanos, son patriotas.
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