Los auténticos griegos del arte del África negra
El crucifijo románico no era al principio una escultura", escribe André Malraux en el primer párrafo de su célebre libro El museo imaginario, "la Madonna de Cimabue no era al principio un cuadro, ni siquiera la Palas Atenea de Fidias era al principio una estatua". Esta advertencia de Malraux nos ponía en guardia no sólo sobre el filtro cualitativo con que el museo, institución contemporánea, modifica históricamente nuestra mirada, sino, todavía más, sobre el mismo concepto de arte, un invento griego que cuajó en la cultura occidental durante 26 siglos, que nos hace ver como especiales ciertos objetos, muchos de los cuales originalmente tuvieron otro destino y función. Por muy obvia que parezca, es bueno traer a colación, de vez en cuando, esta advertencia, que nos recuerda que nuestra visión de las cosas no agota el sentido de las mismas, pues muchas veces no concuerda con la de quienes las crearon. Quizá el último choque de este tipo se produjo a comienzos del siglo XX, a propósito del llamado "arte primitivo", o, mejor, "arte primitivo de los pueblos contemporáneos", cuando se tomó consciencia del enorme tesoro patrimonial de unos pueblos a los que hasta entonces se les calificaba como "salvajes", una manera de decir que carecían de historia, porque simplemente la habían vivido de una forma distinta a la occidental.
Lo relevante de esta deslumbrante exposición son las maravillosas esculturas de este asombroso arte yoruba
¿Qué habría sido del arte del siglo XX, cuyas vanguardias, y, en especial, el cubismo, tanto deben al arte africano?
Etimológicamente el término "primitivo" deriva del latino primum aevum, que significa "primer tiempo, momento o edad"; o sea: la era fundacional. Es verdad que su uso actual también asocia lo primitivo con la "tosquedad" o "rudeza" de alguien o de algo, pero eso no le resta el prestigio de ser auténticamente genuino u original. Significativamente, toda la cultura y arte de vanguardia, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta casi hoy, es fruto de una misma voluntad primitivista, o, lo que es lo mismo, del deseo de saltar por encima de la historia para remontarse hasta el origen, hasta los momentos inaugurales de la creatividad, que se fueron progresivamente remitiendo hasta la noche de los tiempos de lo prehistórico y de lo primitivo.
¿Qué habría sido sino del arte del siglo XX, cuyas primeras vanguardias, y, en especial, la del cubismo, tanto deben al arte africano? Pero no hace falta basarse en este fecundo enlace para acreditar la importancia de éste, que, según se ha ido pudiendo sobradamente comprobar, alcanza unas cotas de refinamiento formal comparables y, a veces, superiores a las del arte occidental histórico. Un buen ejemplo ahora a la vista nos lo ofrece la magnífica exposición titulada Dinastía y divinidad. Arte Ife en la antigua Nigeria, que se exhibe en la sala de exposiciones de la Fundación Marcelino Botín de Santander, primera etapa de un amplio recorrido itinerante que abarcará Madrid, Londres y Nueva York. Comisariada por Enid Schildkrout, la muestra ha reunido más de un centenar de piezas que proceden de la Comisión Nacional de Museos y Monumentos de Nigeria, de donde, en su mayoría, jamás habían salido, lo que acrecienta la importancia de la convocatoria. El arte Ife se refiere a la que era y es la capital original de la cultura yoruba, emplazada en el suroestede Nigeria, pero que hoy se extiende por todo el mundo, porque de ahí proviene una parte copiosa de los afroamericanos. Para la creciente legión de amantes del arte subsahariano, Nigeria es una referencia esencial y, por supuesto, el de la cultura yoruba, que tuvo un radiante esplendor entre los siglos XII y XV, aunque se remonta al siglo IX y sigue operativa. El arte de los yorubas, dotado de una muy interesante mitología, se basa en la terracota y en el metal, que están trabajados con sorprendente habilidad técnica, lo cual demuestra que hubo una antigua y muy extendida habilidad artesanal. Al margen de los materiales empleados y su sofisticada manipulación, lo que impresiona de estas piezas es su acendrado realismo y su extrema calidad formal.
Cuando se contempla la belleza del modelado de las cabezas y de algunas figuras, ambas de perfecta individualización, hay una primera reacción de perplejidad. Inmediatamente después, se comprende que tal perfección no era posible sin el soporte de una civilización muy avanzada, cuyo "progreso" es inseparable de una sociedad no sólo altamente especializada, sino muy interconectada comercialmente. Es así, pues, lógico que los primeros antropólogos reconociesen en estas obras de los yorubas ecos procedentes de civilizaciones alejadas, entre las que se llegaban a incluir hasta modelos del arte clásico antiguo. De entrada, hay que estar ciego para no establecer un paralelismo entre este arte y el del Próximo Oriente y el griego, cuyos modelos pudieron perfectamente llegar hasta el más profundo y remoto corazón de África. Eso no excluye que pudiera haber otras fuentes autóctonas ancestrales, como, para el caso, es el de la cultura Nock, la de un pueblo conocedor del metal cuya antigüedad se remonta a 500 años antes de nuestra era. En cualquier caso, aunque hoy esté de moda la recusación de cualquier atisbo de eurocentrismo, éste no se combate desde otras posiciones etnocéntricas, porque la centralidad autosificiente, sea cual sea su cariz, contradice la esencia de lo artístico, y, no digamos, si se aplica a un arte que estamos en vías de empezar a conocer.
En este sentido, es muy elocuente la imprecisión cronológica y hermenéutica con que se nos presentan la mayor parte de las maravillosas esculturas de la presente exposición, pues están datadas cada una de las piezas, por lo general, entre el siglo XII y XV, algo que en absoluto se puede explicar, alegando que estas culturas viven en otra perspectiva temporal, salvo que se equivoque, como dice el proverbio "las churras con las merinas". Porque, aunque un prototipo no varíe durante siglos, lo cual ha ocurrido en otras civilizaciones, no quiere decir que no esté materializado, cada vez, en un momento concreto, y que no importe que éste sea datado cinco siglos antes o después.
Aunque la cronología no deje de ser un medio más de ordenar el conocimiento histórico, no se puede prescindir alegremente de ella. Por otra parte, las explicaciones que acompañan a las piezas, además de caer en la enervante metonímica característica de la prosa arqueológica general, son, en este caso, no sé cómo decirlo, de una simpleza o ingenuidad desarmantes. No se puede tildar de malformación congénita la de una cabecita humana que porta dos orejas dignas de un elefante, sobre todo, cuando la mitología yoruba identifica a la realeza sagrada con la figura totémica de este paquidermo, ni, todavía menos, describir como "elefantiasis escrotal" la figura de un hombre sentado con dos monumentales testículos.
Por lo demás, lo verdaderamente relevante de esta deslumbrante exposición son las maravillosas esculturas que se nos muestran de este asombroso arte yoruba, cuya belleza y honda riqueza antropológica a nadie puede dejar indiferente. En su viaje por Argelia y Marruecos, a comienzos de la década de 1830, el pintor Eugène Delacroix escribió a un amigo que allí había encontrado a los auténticos griegos y no en los cuadors de David y sus seguidores. Algo así, pienso, sentirá el visitante a esta muestra del arte Ife.
Dinastía y divinidad. Arte Ife en la antigua Nigeria. Fundación Marcelino Botín. Calle de Marcelino Sanz de Sautuola, 3. Santander. Hasta el 30 de agosto.
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