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Columna
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Que venga el fontanero

Cuando un@ se independiza del nido familiar siempre hay unos meses de euforia en los que predomina la autoafirmación orgullosa frente a los viejos. Ahí está la nevera llena de pizzas y de chuches, convertidos en único alimento. Y no pasa nada. Ahí está el dormitorio con la cama sin hacer y la ropa sucia desperdigada generosamente por todos los rincones. Y sigue sin pasar nada. La primera crisis suele producirse cuando se estropea algo, digamos una lámpara o el cierre de la puerta. Pero los recién independizados no se arredran por tan poca cosa. La lámpara simplemente se clausura y se busca otro punto de luz. En cuanto a la puerta que no cierra, ningún problema: se atranca con un par de maletas llenas de libros y a otra cosa. Lo malo son las fugas de agua. Cualquiera que tenga una mínima experiencia de trabajos manuales sabe que no hay nada que hacer. Los enchufes se pueden arreglar con un poco de maña, los desconchados de la pared también, pero el agua... Si le cerramos el paso con estopa en un sitio, acabará saliendo por otro, es imposible atajarla. Es el momento en el que los independizados descubren que no están solos en el mundo y gritan angustiados: ¡Que venga el fontanero!

Algo parecido está sucediendo con las comunidades autónomas. Durante un cuarto de siglo se nos ha lavado el cerebro con las ventajas de la descentralización administrativa propiciada por la Constitución de 1978. Y es verdad que ventajas, haberlas, haylas: las molestas gestiones burocráticas se han acercado al ciudadano, las lenguas desfavorecidas han frenado su retroceso. Por desgracia, también han servido para consolidar un modelo clientelista y corrupto. Lo peor, sin embargo, es que, al trocear la tarta en 17 porciones estancas, rompieron los lazos históricos suprarregionales que daban sentido a nuestra vida en común. Ahora nos enteramos de que el Banco de España propicia fusiones bancarias que no respeten el veto político y puedan saltarse alegremente los límites provinciales o -máximo escándalo- los autonómicos. Por lo que a nosotros respecta, parece ser que lo más razonable es fusionar cajas valencianas y aragonesas habida cuenta de su complementariedad; pero lo dificultan los desgraciados antecedentes de la guerra del agua con la región vecina (lo que no dicen es que este conflicto fue atizado interesada e irresponsablemente por las élites políticas de ambas autonomías). También ocurre que si queremos competir en el negro panorama económico que se nos avecina, ya va siendo hora de cerrar el corredor mediterráneo con los otros vecinos del norte; lo malo es que, según dicen, nos quieren quitar la lengua y la paella y no sé cuántas cosas más. O sucede que la parcelación universitaria a la que se ha llegado se está revelando carísima e insostenible, de manera que a lo mejor habrá que acabar reunificando varias universidades de oferta complementaria en una sola.

A estas alturas de la democracia vamos descubriendo que las autonomías fueron una soberbia engañifa en la que se escenificó magistralmente el divide y vencerás (no para todos: los propulsores de la medida practicaron hábilmente la concentración financiera, política y empresarial en Madrid y sus aledaños). Así seguimos, en pleno tira y afloja de la nueva financiación propiciada por el Estatut de Catalunya. Pero que nadie se engañe. Es imposible seguir tirando de la cuerda, así que lo que se saque de más, habrá que recortarlo de otro sitio a base de mejorar la eficiencia del sistema. En otras palabras: que venga el fontanero.

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