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Columna
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La leyenda de Benimaclet

Se rastrea todavía el pasado de una arquitectura huertana en las calles peatonales de Benimaclet. Hoy es éste un bullicioso distrito urbano de la Valencia del siglo XXI con mucho estudiante como vecino, dada la proximidad de las facultades y escuelas superiores. Son estudiantes con el domicilio familiar distante de la gran ciudad, ocasionales vecinos de la misma, gente desenfadada, y un pelín informal, en el supermercado, en la verdulería, donde el barbero. Forman parte del paisaje cotidiano de la urbe, y forman parte también de ese paisaje más globalizado en que los medios de comunicación convirtieron nuestra Tierra achatada por los polos. Son conocedores por lo tanto de cuanto sucede ahora mismo en ese otro lado del Mediterráneo. Saben cuanto sucede y se indignan y se alarman ante la muerte violenta del adolescente Alexandros Grigoropulos. Luego siembran de leyendas, más o menos solidarias con sus coetáneos helenos, las fachadas de Benimaclet. Una de esas leyendas rezaba, o reza aún si las brigadillas de limpieza de Rita Barberá no la borraron ya: "La democracia asesina en Grecia".

Y cualquiera de ustedes podría torcer el gesto ante la leyenda y acordarse a un tiempo de los clásicos grecolatinos sobre la temeridad como algo propio de la edad florida, y de la prudencia como atributo de quienes envejecen. La leyenda hace de la democracia una figura alegórica empuñando un arma, tan alegórica como Libertad, en la única y poco lograda tragedia "Numancia" de Cervantes. Y claro, no es eso. Lo hubiese podido ser, y nos vemos obligados a torcer el gesto, en la plaza mexicana de Las Tres Culturas en 1968, donde tuvo lugar una masacre olímpica de estudiantes, cuyo responsable fue un gobierno encallecido y encanallado en el poder. Tampoco estaría lejos durante las desapariciones y matanza de tanta gente joven, acaecidas durante las crueles dictaduras del Cono Sur latinoamericano, que fueron ayer mismo. La presencia de esa asesina fue latente en la Grecia que nos ocupa durante la dictadura de los coroneles: es difícil olvidar las muertes violentas de decenas de estudiante en la Universidad Politécnica de Atenas en 1973. Como tampoco cabe olvidar a los asesinados en la plaza pequinesa de Tiananmen a finales de la década de los ochenta. Y son unos ejemplos en una realidad más larga, que nos habla de la presencia alegórica de la muerte asesina en dictaduras y regímenes extremadamente autoritarios, del pasado y del presente.

La democracia como sistema de convivencia, como concepto, no asesina. Repitiendo lo que de puro sabido se olvida, es la democracia el peor de los regímenes políticos si exceptuamos todos los demás. Y la aseveración es válida en Atenas y en Benimaclet. Es además la democracia un concepto dinámico que hace referencia a lo trabajoso y constante de su construcción; a lo inacabado e imperfecto que siempre encontramos en ella. Un concepto que evoca al demócrata y asesinado presidente Kennedy cuando indicaba que nos preguntásemos qué hacíamos nosotros por la democracia, en vez de preguntarnos qué hace la democracia por nosotros.

En fin, a lo mejor, ya borraron las brigadillas de Rita Barberá las leyendas estudiantiles en Benimaclet. Unas leyendas escritas con la sangre caliente de la muchachada, al fragor de cuanto está ocurriendo por donde el Egeo en una democracia demasiado imperfecta, demasiado endogámica, en donde la clase política se encallece y encanalla en el poder. Aunque no sólo en Grecia.

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