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Reportaje:IDA Y VUELTA

El secreto de Bill Wood

Antonio Muñoz Molina

Lo que ves es lo que ves", dice un aforismo algo budista de Frank Stella. Lo que ves es lo que tienes delante de los ojos, no lo que imaginas que estás viendo o lo que deseas o lo que los críticos o los expertos te han sugerido que veas. Lo que ves es lo que ves y nada más que lo que ves; como nos recordó René Magritte, una pipa perfectamente pintada, reconocible, doméstica, no es una pipa: son unas líneas y unos pigmentos de diversos colores dispuestos sobre un lienzo de tal manera que provocan en el cerebro una ilusión visual. Mirar es sucumbir a esa ilusión y tener conciencia al mismo tiempo de su artificio, igual que leer una novela es emocionarse hasta las lágrimas con el destino de un personaje y saber que no existe.

¿Sería un mercenario eficiente o un observador desengañado de la fugacidad de la existencia y de las tontas vanidades humanas?
Diane Keaton asegura que nunca sabe si está viendo las fotos de un maestro involuntario o las de un comerciante sin imaginación

Pienso en Frank Stella y en Magritte cuando llevo un rato en el International Center of Photography mirando fotos de Bill Wood, a cada momento menos seguro de mis propias reacciones, fascinado y luego aburrido, saltando del tedio al asombro y luego a la sospecha de una banalidad irremediable. El escaparate de un concesionario de coches. Un aparcamiento delante de un supermercado. Una peluquera sonriente de pie junto a una señora que tiene la cabeza dentro de uno de esos secadores de los años sesenta que parecían mitras papales futuristas. Un botellón de insecticida. Un hombre joven probando una aspiradora delante de una tienda de electrodomésticos. El vestíbulo de algo que parece un hotel con pretensiones decorativas de consecuencias pavorosas: moqueta y papel de las paredes haciendo juego, una mesa con tablero de mármol y patas torneadas y sobre ella un espejo rodeado de rayos solares. La habitación de un motel, arreglada evidentemente para una foto promocional, mostrando la cama ancha, sin una arruga, la ventana con cortinas de flores, la televisión encendida. Un equipo de baloncesto formado por cincuentones lamentables: con gafas, con barrigas, con pantalones de deporte demasiado cortos, con zapatos y calcetines negros, en algún caso con los calzoncillos sobresaliendo por debajo del pantalón de deporte. La sala de una empresa de pompas fúnebres, amplia como un salón de baile, con un surtido de ataúdes, algunos de ellos ocupados.

Lo que veo es lo que veo. Las fotos de Bill Wood son de una simpleza compositiva en la que no parece que haya el menor rastro de estilo. En sus exteriores siempre es mediodía. Sus interiores tienen una iluminación plana como de tubos de neón. La gente, en las fotos de Bill Wood, siempre está sonriendo, o intentándolo: el hombre de negocios que posa junto a la puerta de su tienda recién inaugurada, aunque rodeada por un paisaje desértico, la señora que se abraza a un aparato de rayos X, siguiendo las instrucciones de un doctor jovial, los patéticos aficionados al baloncesto, el vendedor de coches de segunda mano que ofrece como atractivo suplementario a sus clientes un suministro ilimitado de kleenex, la señorita que abre con coquetería la puerta de una nevera abombada, los ancianos derrumbados en los sofás de una residencia y los miembros del equipo médico que los atiende, todos ellos involucrados de un modo u otro en el negocio melancólico pero sustancioso de la decrepitud y la muerte. La mayor parte de las fotografías fueron tomadas por Bill Wood en su ciudad natal, Fort Worth, Texas, en los años cincuenta, en los primeros sesenta: en casi todas ellas hay esa mezcla de formalidad y optimismo que tenían los anuncios de entonces, la novedad de la tecnología aplicada a la vida cotidiana, de los edificios modernos, del consumo pujante pero todavía rudimentario, visto desde nuestra lejanía. En el mundo de Bill Wood los electrodomésticos resplandecen igual que los automóviles y que los tejidos sintéticos en las habitaciones de los moteles, y la gente se esfuerza en un optimismo incondicional pero aún algo envarado, como si no se hubiera acostumbrado de verdad al final de la escasez ni estuviera segura de la gran promesa americana del éxito.

Pero Bill Wood no era un cronista burlón de la prosperidad rústica de sus paisanos, ni parece que aspirara a retratar, con esa mirada entre de sarcasmo y de poesía a la que otros fotógrafos americanos nos han acostumbrado, las extensiones de asfalto, los horizontes desérticos, la impersonalidad clínica de las habitaciones de motel. Según todas las informaciones disponibles, Bill Wood fue un fotógrafo comercial que trabajó para cualquier cliente que se lo pidiera, para hoteleros y vendedores de coches y de electrodomésticos y empresarios de pompas fúnebres o residencias de ancianos, para parroquias y clubes de deportistas aficionados. Retrataba igual de impávidamente a un matrimonio en sus bodas de oro que al ganador de un premio de pesca con anzuelo. Jeff Koons ha hecho millones de dólares poniendo aspiradoras comunes en el interior de vitrinas de cristal: Bill Wood se ganó honradamente la vida tomando fotos de aspiradoras no destinadas a ningún museo ni a la colección de un multimillonario presuntuoso, sino a los folletos publicitarios de algún comercio de Fort Worth. En sus años más jóvenes, Robert Mapplethorpe hizo polaroids de teléfonos o de colchones desnudos o de mesas de noche en hoteles que nos sugieren el misterio un poco turbio de las cosas comunes: Bill Wood, que nunca aspiró a ser artista, por razones estrictamente laborales fotografió frascos de cristal o cerraduras o pomos de puertas o piscinas que se imponen delante de nosotros con una presencia inusitada, casi con el dramatismo de ese niño casi recién nacido o de esa anciana con la boca sumida que yacen cada uno en su ataúd en fotografías contiguas. Retratando a los muertos con la misma desenvoltura con la que retrataba a los vivos, ¿sería Bill Wood un mercenario atolondrado y eficiente que iba de un lado a otro disparando la cámara y ocupándose de cobrar las facturas o un observador desengañado de la fugacidad de la existencia y de las tontas vanidades humanas?

Diane Keaton, la actriz, que es la comisaria de la exposición, confiesa no saberlo. En sus escasos autorretratos, Bill Wood tiene la misma sonrisa excesiva de tantos de sus personajes. Nació en 1913, se instaló muy joven por su cuenta como fotógrafo comercial, tuvo éxito, amplió el negocio para incluir en él la fotografía aérea, que le sirvió sobre todo para tomar imágenes de los nuevos suburbios con casas individuales y piscinas, trabajó con infatigable brío americano, sin salir nunca del área de Fort Worth. En sus fotos no son infrecuentes la enfermedad y la vejez, las instalaciones de pompas fúnebres: murió de cáncer en 1970, a los cincuenta y siete años. Al poco tiempo su negocio cerró y su nombre quedó olvidado, y su archivo disperso o perdido. Diane Keaton logró encontrar unos veinte mil negativos. Asegura que según los va haciendo revelar nunca sabe si está viendo las fotos de un maestro involuntario o las de un comerciante sin imaginación. ¿Lo que ves es lo que ves? Quizás estoy viendo el mundo tal como es a través de la mirada de un Forrest Gump de la fotografía. -

La exposición Bill Wood's business está abierta en el International Center of Photography de Nueva York hasta el 7 de septiembre. www.icp.org/

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