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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Antonio Colino, un académico volcado en el lenguaje científico

Realizó importantes aportaciones en el último diccionario

Antonio Colino López nació en Madrid el mismo año, 1914, en que comenzó la Primera Guerra Mundial. Ha muerto ayer, de una embolia pulmonar tras haber superado sin mayores problemas una operación de que se le practicó el jueves de la semana pasada para tratarle de una hernia inguinal.

Tenía 93 años y había transitado, como espectador o como protagonista, en el complicado camino que es la vida, por todo tipo de territorios, políticos, científicos y tecnológicos: regímenes políticos muy diferentes, contiendas nacionales o mundiales, revoluciones científicas y tecnológicas. Y anduvo todos esos caminos con alegría y dignidad. Una alegría y dignidad que le acompañaron hasta el último momento de su larga vida (aunque es cierto que después de la muerte de su esposa, el verano pasado, había perdido energía y un poco, creo, las ganas de vivir. Decía, junto al famoso perchero, que él encabezaba, tras el director y Martín de Riquer: "Ya estoy en la pista de despegue").

Por esa alegría y dignidad suyas le queríamos tanto, los mayores al igual que "los menos mayores", en la Real Academia Española. Por eso y por su sentido común, buen juicio y sentido del deber, que hacía que en las comisiones que él presidía -como la del Vocabulario Científico y Técnico- fuese difícil no concentrarse en el trabajo.

Ingeniero industrial, fue el número Uno y Premio Extraordinario de su promoción en 1940, el mismo año en que comenzó a trabajar para Marconi S. A., en la que llegó a ser director general (hasta 1966). Se le puede considerar, por tanto, como un hombre de acción, de empresa, pero fue mucho más.

En su Escuela de Ingenieros fue nombrado profesor titular de Electrónica en 1951 (y más tarde de Energía Nuclear). Colaboró asimismo, intensamente con el gran organismo público de investigación que surgió de la Guerra Civil: el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del que fue vocal, consejero fundador del Instituto Nacional de Electrónica y finalmente Presidente del Centro de Investigaciones Físicas Leonardo Torres Quevedo. También dejó su huella en la Junta de Energía Nuclear, de la que fue vicepresidente ejecutivo desde 1967.

Hablábamos él y yo con frecuencia de estas instituciones, que yo estudié y sobre las que publiqué algunos libros. Era para mí una sensación tan fascinante como un tanto extraña, como si hubiese entrado en una especie de túnel del tiempo: él había estado allí, y los que para mí eran más o menos fríos nombres que residían en los anales de la historia contemporánea española, elementos para la reconstrucción de un pasado -los Esteban Terradas, Juan Vigón o José María Otero Navascués-, para él eran parte de su propia biografía, seres de carne y hueso, amigos que se habían ido.

No podía haber yo imaginado, cuando estudiaba aquella historia, la de la ciencia y la tecnología en España, que un día me sentaría en la RAE junto a él, un protagonista de aquella época; más aún, que don Antonio sería uno de los tres firmantes de mi candidatura para el sillón "G" (él ocupaba el "g"). Antes de entrar en la RAE había sido elegido, en 1955, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. A la Docta Casa entró en 1972 (su discurso versó sobre Ciencia y lenguaje, y le contestó su amigo de infancia, compañero en el Instituto Cardenal Cisneros, Julián Marías).

Había colaborado con la RAE antes, para el vocabulario científico y técnico. Una vez me contó que cuando le hablaron de la posibilidad de entrar en la RAE, en principio, pensó en negarse. "Fíjate", me dijo, "y ahora la Academia es mi vida". Su vida, claro, fuera de su familia, su esposa, hijos y nietos, y de amigos y amigos. Es cierto, sin embargo, que apenas salía de su casa, salvo para ir a la Academia. Una Academia que le dio mucho, pero que recibió de él aún más.

El Diccionario de la RAE es un fruto de aluvión, el sedimento del esfuerzo de generaciones y generaciones de académicos que trabajan en ella desde pronto hará tres siglos. En el DRAE, los nombres y apellidos individuales dejan paso, haciéndose de lado, a la institución, pero les aseguro -porque he sido testigo- que el nombre de Antonio Colino está detrás de una parte importante de los términos científicos y técnicos de la actual edición.

Le echaremos mucho de menos, los más antiguos, que tuvieron la fortuna de conocerlo durante más tiempo, y los más recientes. Dos de éstos, el que suscribe, estas torpes y apresuradas líneas, y mi querido amigo Arturo Pérez-Reverte, le adorábamos. Ayer le despedíamos en el Tanatorio. "Di que dio mucho a la Academia", me decía Arturo. Ya lo he dicho, compañero. Fue un hombre de bien, que tuvo una feliz y larga vida. Hasta el final. ¿Se puede pedir más?

Antonio Colino.
Antonio Colino.EFE

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