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FÓRMULAS QUE MUEVEN EL MUNDO
Columna
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O

Javier Sampedro

Todo estaba listo en Fridonia para las celebraciones del advenimiento, desde la bandera y el escudo del nuevo régimen hasta la lista de caricaturas del recién nombrado Consejo de Ministros, y en ese preciso instante un soldado americano mató al compositor del himno según salía por el portal. Jaulowski, no recuerdo el nombre de pila.

-Apunte ahí, Manzanares: "El Preclaro se suma dolor irreparable pérdida viuda Jaulowski mande el himno de inmediato", es todo, mande el cable de inmediato, Manzanares.

-Pero Preclaro, si es que no hay ninguna viuda.

-¿No hay viuda?

-No señor, el compositor Jaulowski era lo que podríamos llamar, si me lo permite, un errabundo.

-Me da igual de dónde fuera, consiga el himno inmediatamente.

La guardia pretoriana del Preclaro registra la buhardilla del errabundo Jaulowski, confisca todas sus pertenencias y, tres semanas después, el grupo de semiólogos de la Universidad de Fridonia reunido al efecto concluye que el himno sólo puede ser esa extraña partitura titulada Un minuto. Sus 24 compases están atestados de ingeniosas combinaciones de los silencios de blanca, de negra y de corchea hasta completar un minuto exacto de la más absoluta nada. El pérfido Jaulowski se había dedicado un minuto de silencio a sí mismo.

La pieza de John Cage, 4'33'', de 1952, superó hace mucho la marca de su tocayo Jaulowski. El toque más revoltoso de Cage es que escribió su pieza "para piano", provocando en efecto que la estrenara el pianista David Tudor. Sería para verle. ¿Le pondrían un subalterno para ayudarle a pasar las páginas? ¿Cuántos oyentes había en el estreno, y disculpen por el abuso de ambos términos? Y sobre todo, ¿faltaron como siempre canapés de mantequilla de cacahuete? Nunca lo sabremos, tal vez.

Abd el Krim hablaba ayer en el blog de "un lienzo total y lisamente rojo cuyo título era: Cuadro de Mondrian. Detalle". Tostadora añadía que "lo que da sentido a dos viñetas es el espacio que hay entre ellas". Se parece a la tesis boutade de Borges sobre el único carácter verdaderamente definitorio de la poesía: los espacios blancos en el margen derecho. Porque son los que le dicen al lector desde qué ángulo tiene que leer la otra parte, la de las letras negras.

Una serie de matemáticas sólo podía acabar con el cero, y esta serie que no ha sido de matemáticas sólo ha podido acabar habitada por los singulares ceros de las artes y las letras: tal vez el destino inexorable de cualquier lenguaje inventado por este ser perplejo, el rastreador de pautas que no busca sino orientarse en la jungla anumérica.

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