Cinco horas con Bolaño
PARECÍA IMPOSIBLE, pero en el Lliure lo han conseguido. 2666 es el gran montaje del Grec, lo más importante y poderoso que ha dirigido Àlex Rigola, cercano como nunca al Lupa de Extinción o al Lepage de Los siete afluentes del río Ota: palabras mayores. Un triunfo (con un solo desliz) de la puesta en escena, de la adaptación (el dramaturgo Pablo Ley, que borda aquí su mejor trabajo), de la escenografía (casi habría que hablar de "localizaciones"), firmada por Cristià y Glaenzel, del equipo entero. Y, por supuesto, del impresionante reparto. La versión teatral de la arbórea novela de Roberto Bolaño es un trabajo de amor ganado. Una devolución. Un envoi, como decían los trovadores, al novelista muerto pero no desaparecido, a su familia ("su única patria", después de la literatura) y al público adulto, que la ha aplaudido durante cuatro días: volverá en otoño y girará por España y, cabe suponer, por media Europa. Hay aquí un infinito respeto hacia la palabra y la imaginación de Bolaño. Las cinco partes de 2666 se han convertido en cinco horas de teatro. Pueden temer por su culo pero su atención permanecerá inalterada, sin sombra de tedio. El viaje arranca, como la novela, con La parte de los críticos. Pelletier (Joan Carreras), Morini (Andreu Benito), Espinoza (Julio Manrique) y Norton (Chantal Aimée). Solteros, solos, obsesionados por la pista de Archimboldi, el gran enigma de la literatura alemana, cuya obra "devora a sus exploradores". Formato de conferencia, a telón corrido, pero no hay que dejarse engañar: es puro teatro, dirigidísimo. A los cinco minutos uno se da cuenta de que está en buenas manos. A los diez ya es como si conocieras a esos personajes de toda la vida. El trío que se va formando, su universo de hoteles y congresos, el salvaje estallido de la paliza al taxista paquistaní. Tan sólo esa parte, esa fiesta de la interpretación y la narración teatral, sería, en sí misma, un excelente espectáculo. Del mismo modo que yo ahora podría dedicar una crítica entera al trabajo excepcional de Andreu Benito, que luego se transmutará en el brutal comisario Epifanio Galindo o el cultivadísimo editor judío Jacob Bubis. Y en el profesor Oscar Amalfitano, que se desliza en la trama hacia el final de ese primer acto, tan perdido como el Cónsul en Cuernavaca o Travis en el desierto de Paris, Texas.
Sobre 2666, adaptación de la novela de Roberto Bolaño, por Àlex Rigola en el Lliure
Amalfitano dejó atrás Barcelona y vive o agoniza en Santa Teresa, la ciudad maldita de Bolaño, trasunto de Ciudad Juárez, donde las mujeres mueren como moscas y el cielo parece una planta carnívora. Frente a la sobriedad absoluta del primer acto, La parte de Amalfitano es una alucinación pintada con los colores hiperrealistas de Lynch. El profesor recibe la visita de muy diversos fantasmas. Aparentemente vivos, como el iguanesco decano Guerra (Manuel Carlos Lillo) y su turbio hijo Marco Antonio (Ferrán Carvajal), o tan muertos como su esposa Lola, que le abandonó para correr a los brazos de un poeta loco, asilado en Mondragón, y vagó a la deriva, y conoció el amor desinteresado del taxista Lizárraga, un personaje celiniano, y caminó sin miedo hacia su muerte: hermosa y terrible historia, que Alicia Pérez interpreta como una flower child tronchada pero invicta. Le visita también Borís Yeltsin para transmitirle el secreto de la existencia, y el espectro incorpóreo de papá Amalfitano, anunciando peligro: no conviene que la joven Rosa (Cristina Brondo) vague por las calles a ciertas horas, o visite esos bares tan poco recomendables. Todo se desintegra en Santa Teresa, y los personajes del relato no tardan en contagiarse. En el tercer acto, La parte de Fate, un reportero negro (Julio Manrique) llega para cubrir un combate de boxeo y se abisma en la noche, donde conocerá a los inquietantes compañeros de Rosa. Pese a una estupenda idea central (el montacargas que baja al infierno), buena parte de los personajes no rebasan el estereotipo (incluida la pintoresca idea de pintar de betún a Manrique y a Arquillué, breve e improbable Black Panther) y el segmento parece una parodia de lo peor de Rigola, con exasperaciones banales, coreografías chungas y una filmación que hace pensar en un cenorrio de la compañía en una cantina mexicana de Gràcia. Se salvan de ese remontable y único patinazo Chantal Aimée y Lillo, en los roles de una periodista que investiga los crímenes y un ex agente del FBI con el perfil acabado de Warren Oates. Para compensar, el cuarto acto, La parte de los crímenes, es de lo más feroz que he visto nunca en un teatro. Estamos en el mismísimo infierno, el desierto de Sonora, donde un grupo de policías acaba de encontrar el cadáver de Rosita Méndez (Alba Pujol), que vuelve de la muerte para aullar su dolor (tampoco he visto nunca a una actriz romperse, exponerse así) mientras desfilan los nombres reales de las víctimas de Ciudad Juárez, los gritos atraviesan la Séptima de Beethoven y el escenario se llena de cruces: soberbia metáfora, que sintetiza la larguísima enumeración de torturas de la novela, complementada por el impresionante monólogo de Klaus Haas (Joan Carreras), un falso culpable con el perfil y la envergadura de un joven Archimboldi. Carreras encarna al mítico e inapresable escritor en la parte final, imparable en todos los sentidos, pura épica. En una cinta continua atraviesa el siglo XX huyendo de sí mismo, rodeado por la oscuridad del escenario vacío y cruzándose con los personajes fundamentales de su existencia: su hermana Lotte (Cristina Brondo), la baronesa Von Zumpe (Alicia Pérez), el editor Bubis y el nazi Leo Summer (aquí sobran también las proyecciones: la palabra, a cargo de Manuel Carlos Lillo, vuelve redundantes las imágenes del Holocausto, y viceversa). Atamos, al fin, los muchos cabos de la historia. Se revela la identidad de Klaus Haas, pero no el misterio último de Archimboldi. ¡Qué ganas tengo de volver a ver 2666 en otoño, y de que la vean también todos los que se la perdieron, y puedan aplaudir este ambiciosísimo espectáculo!
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