Un Job moderno
El austrohúngaro Joseph Roth es, para sus lectores, un seguro de lectura; es uno de esos escritores que, sin alcanzar la categoría del genio, mantiene en todos sus libros una admirable regularidad que se compadece a la perfección con una gran calidad literaria y la absorbente capacidad de atracción de una prosa cargada de intensidad y gusto. Su escritura es asequible y ajustada a la vez, muy directa, propia de alguien que posee una mirada que enseguida va a lo significativo de cada acción, de cada escena. Puede dar la impresión de que escribe deprisa y me gusta pensar que lo que deseaba era sacar afuera lo que llevaba dentro, acabar su obra antes de que el alcohol acabara con él; pero quizá esa escritura de aspecto apresurado y resultado apasionante también se debiera a la catástrofe de la que, en realidad, acaba dando fe con sus libros: el telón de fondo del hundimiento del imperio austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial que supuso el hundimiento de la Vieja Europa. (Sobre su vida, véase Soma Morgenstern, Huida y fin de Joseph Roth, Pre-Textos).
JOB
Joseph Roth
Traducción de Berta Vías Mahon
Acantilado. Barcelona, 2007
224 páginas. 17 euros
Tiene Joseph Roth (Galitzia (actualmente Ucrania), 1894-París, 1939) una extraordinaria capacidad para convocar un ambiente o una situación con cuatro trazos. Un ejemplo: "Una tarde de finales de verano, un forastero entró en la casa de Mendel Singer. La puerta y las ventanas estaban abiertas. Las moscas, silenciosas, negras y satisfechas, se pegaban a las paredes ardientes y soleadas, y la salmodia de los alumnos fluía desde la casa hacia la blanca callejuela". Tiene en la rapidez y concentración con que despliega su escritura un máximo efecto de expresividad. Un ejemplo: "Con un claro relámpago el sol golpeó en la ventana, dio en el reluciente samovar de hojalata y lo encendió, convirtiéndolo en un espejo convexo. Así empezó el día". Y tiene una notable habilidad para encabalgar frases cortas y construir transiciones descriptivas entre las escenas intimistas, por ejemplo, la visión de la América de ensueño en la mente del protagonista que hallamos en la página 140 y la visión de la realidad de pobreza del barrio humilde judío americano en la página contigua.
Con estos instrumentos, levanta una historia memorable: la de un moderno Job castigado por el infortunio hasta un extremo insoportable que él, Mendel Singer, atribuye a un castigo divino, a que Dios ya no le mira, le ha abandonado ("he querido quemar a Dios", dice en un momento de desvarío en que prende una hoguera en su casa). Porque, siguiendo el libro bíblico, lo que Mendel percibe es que, como a Job, Dios le castiga y su castigo es incomprensible para él. La pobreza misma es concebida como un castigo durante toda su vida y a esa pobreza se suma el daño del despojo de todo cuanto tiene. Ante el castigo de pobreza y puertas que se cierran, la actitud de Mendel será de resignación, de aceptación de algo que no comprende porque los designios de Dios son inescrutables; la de su esposa Deborah, que aun en la adversidad sostiene siempre que Dios ayuda al que se ayuda, apela al esfuerzo, aunque sin resultado aparente.
Un principio de felicidad, un
claro en la oscuridad, se produce cuando el hijo mediano, que ha conseguido llegar a América, les reclama; pero el dolor aparece de seguido: la familia tendrá que abandonar en Rusia al hijo enfermo y tullido, cuya sombra y recuerdo acompañará a los padres en la felicidad inicial americana y en el despojo total que la sigue. Son creyentes sencillos y no saben qué han hecho para merecer el dolor que se ceba en ellos; tanto el dolor como la alegría (escasa, esporádica) la atribuyen siempre a Dios. Viven encogidos -este encogimiento es una creación impecable- y esperan el milagro, incapaces de saltar las barreras que su religiosidad elemental les coloca en el transcurso de su historia (por ejemplo: prefieren ir a consultar a un rabino con fama de santo que acudir a un hospital para tratar el problema de su hijo menor, el tullido).
Finalmente, igual que en el Libro de Job, acuden los amigos, le rodean, le oyen blasfemar y rectificar, le aconsejan y la vida sigue su curso, convertido Mendel -ya solo, sin familia, sin esperanza- en un refugiado en una casa que no es suya y con un saquito de sus pertenencias religiosas por toda propiedad; hasta que Dios se manifiesta por fin. Esta parte final, si bien la agradece el lector que ha venido sufriendo con Mendel, es un tanto apresurada y previsible, pero le ocurre lo que a todo texto de Roth: está tan bien contada que, a pesar de todo, lo agradecemos y nos congratulamos. En suma: un relato inolvidable; o quizá sea mejor decir: otro más dentro de la obra de este gran narrador.
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