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Utopías regresivas y debates agresivos

El debate en Iberoamérica va por el camino de la aspereza, sobrecargado de apelaciones descalificadoras. Hay que encontrar el método para dialogar sobre ideas y proyectos aplicables a la realidad actual, que contribuyan al desarrollo económico y social, a la integración regional o subregional y a la inserción de manera relevante en esta nueva era del conocimiento. Las naciones de la región se aproximan al bicentenario de la independencia y vale la pena plantearse los desafíos que han de enfrentar en el nuevo siglo.

Los ciudadanos están eligiendo democráticamente a sus dirigentes, y ese valor adquirido, tan escaso en nuestra historia a ambos lados del Atlántico, debe ser respetado. En nuestro ámbito cultural, la mayor parte de los conflictos y de los fracasos históricos han comenzado por elevar el tono de las palabras, creando dinámicas de enfrentamiento innecesarias y autoexcluyentes. No importa discrepar siempre que se respete al otro, particularmente ahora que lo legitima el voto, aunque falle a veces la legitimación de ejercicio.

Es cierto que llama la atención la reaparición de lo que un buen amigo llama las utopías regresivas, anteriores en su formulación a las fracasadas del siglo XX, pero también lo es que los ciudadanos se cansan de la desigualdad lacerante y buscan alternativas a sus frustradas esperanzas. Ninguno de los vuelcos en las decisiones populares puede desligarse de este fenómeno. También hay experiencias de reconocimiento continuado de proyectos exitosos que han mejorado las condiciones de vida de las mayorías. No merece la pena discutir si se trata de oleadas hacia la izquierda o hacia la derecha, cuando se constata con facilidad que detrás de los movimientos sociales que llevan a ensayar nuevos caminos siempre hay cansancio ante las expectativas no satisfechas.

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Estas utopías regresivas son de diversos signos. Desde las que nos colocan la idea de que "todo lo arregla el mercado", confundiendo economía de mercado con sociedad de mercado, hasta las que nos retrotraen al ruralismo o la excesiva presencia del Estado, volviéndolo a llenar de grasa e ineficiencia.

En unos casos, nos retrotraen al fundamentalismo liberal que niega la función del Estado o lo reduce al Estado mínimo, impidiéndole actuar para fomentar la igualdad y redistribuir el ingreso. En otros, nos conducen a viejos caudillismos redentores que se apropian del Estado y lo hacen clientelar, ocupando espacios que no le corresponden, convirtiéndolo, a la postre, en ineficiente.

Me preocupa por igual que no se tenga en cuenta la historia, pretendiendo refundaciones que la desconocen y que siempre fracasan porque la historia nos persigue y nos condiciona, o que sólo se tenga en cuenta para generar cegueras ante un futuro que ya está entre nosotros y que tenemos que enfrentar al servicio de los ciudadanos. Por pura deducción lógica, lo que más preocupa es una mezcla explosiva de las dos visiones: paraísos mitificados y perdidos que se pretenden como horizonte de futuro, y rechazo a los desafíos reales que este futuro nos presenta.

Si observamos con imparcialidad lo que ocurre en una buena parte de Asia y del Extremo Oriente, sin la tentación de la clasificación ideológica, se tiene la evidencia de que caminan, en términos de desarrollo económico, hacia la nueva civilización y de que ganan peso en su inserción en la nueva realidad mundial. China, Vietnam, Corea del Sur, India..., etcétera, llevan un cuarto de siglo avanzando en su producto bruto, añadiendo valor según los parámetros de la economía del conocimiento, compitiendo y desplazando el comercio mundial de sus centros gravitatorios tradicionales, en los que el Atlántico era el eje, para sustituirlo por el Pacífico.

¿No tienen la impresión de que caminamos por la senda opuesta en nuestra área cultural, incluidos los éxitos parciales y los momentos de bonanza? No nos estamos enterando de hacia dónde van las cosas en el siglo XXI para encararlas con sentido, aprovechando las oportunidades y minimizando los riesgos.

Este debate sí me parecería interesante como debate de ideas más que como confrontación falsamente ideológica. Me parecería aún de mayor interés la reflexión sobre los proyectos transformadores de la realidad para luchar contra la desigualdad, no sólo como problema ético, sino como lastre para el desarrollo en este nuevo siglo, o el de las deficiencias que soportamos en el campo de las nuevas tecnologías, con carencias básicas en formación de capital humano, o el de la energía como elemento de integración regional y desarrollo a medio y largo plazo, además de como factor clave para la relevancia internacional. Éstos son los elementos de preocupación que deberíamos tratar, evitando el juego de descalificaciones personales tan propio de nuestra cultura fulanista.

Pero, además, me preocupa el proceso de toma de decisiones en todas las instancias públicas, que nada tiene que ver con las disputas ideológicas. En general los países en desarrollo y en particular la región latinoamericana, con pocas excepciones, han de plantearse la mejora del funcionamiento de las administraciones públicas como un factor decisivo para avanzar hacia la centralidad o, si prefieren, hacia la modernidad que se identifica con los países más desarrollados.

Un proceso decisorio previsible, transparente y eficiente, en los plazos y trámites, se convertiría en un gran estímulo para generar confianza ciudadana, confianza en los actores económicos internos y externos. Aumentar la credibilidad de nuestros sistemas democráticos depende, en gran medida, de la transformación de lo que se llama discrecionalidad del poder que, en muchos casos, es arbitrariedad en un sistema reglado y simple que se pueda identificar, aliviando la vida de los ciudadanos en cualesquiera de sus relaciones con las administraciones públicas. Se trata de mejorar la calidad de la democracia.

Como tantas veces en la acción política, estas materias que afectan al día a día de la vida ciudadana, no forman parte ni de los programas electorales, ni de los debates entre gobierno y oposición, hasta el punto de menospreciarse el impacto que las reformas en el funcionamiento de las instituciones y de las administraciones podrían tener en la lucha por el desarrollo económico y social.

Deberíamos hablar de cosas como éstas, porque no ofenden a nadie y pueden introducirnos en una vía de diálogo entre todos para definir los caminos de América Latina hacia la modernidad.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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