_
_
_
_
Verbo Sur | PANORAMA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pesadillas del teatro argentino

¿QUÉ TIENEN en común un Stradivarius venerado como un ídolo pero seco de música, el caníbal de Rotemburgo rumiando la cena de su vida y Eugene Ionesco, dramaturgo, metido a personaje para narrar el infierno de un encierro sin fin? Todos ellos -y una que otra familia disfuncional que apila días sin que nada suceda- acaban de mudarse en Buenos Aires, una ciudad que respira teatro y en 2006 celebró 600 estrenos, a la misma comunidad: Poéticas de iniciación, un libro publicado por Atuel, que reúne piezas escritas entre 2000 y 2005 por seis de los más jóvenes dramaturgos argentinos. Promedian los 30 años y comparten -más de obra que de palabra- una visión de la realidad en la cual la violencia real o simbólica manda. Convocados por el crítico Jorge Dubatti, responsable a la vez de la selección y edición de los textos, Gastón Cerana, Diego Faturos, Fernando Rubio, Manuel Santos Iñurrieta, Claudio Tolcachir y Lautaro Vilo presentaron el libro en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba).

En el libro Poéticas de iniciación, seis novísimos dramaturgos se curan en teatro de la violencia real o simbólica

"Yo tenía una idea, no una obra: una madre medio hija de sus hijos y un desastre familiar", contó ese día Claudio Tolcachir, autor y director de La omisión de la familia Coleman, uno de los estrenos más premiados de la temporada 2005/2006. "Que no buscaran un conflicto, que no pasara nada" era la indicación que Tolcachir daba una y otra vez a sus actores, ocupados en una suerte de "improvisación con sistema" mientras él lo apuntaba todo. El resultado es una pieza desopilante en la que cada pequeña miseria familiar (la lavadora no funciona, han cortado el gas, empeñaron el reloj de la abuela...) suma absurdos y entrelíneas, y trama un cuadro de época en el que el público ríe (¿reflejado?) hasta que el silencio explota.

En Un acto de comunión, de Lautaro Vilo, otra de las obras incluidas, Hannibal Lecter es eclipsado por un caso policial real. "Los forenses dicen que comí unos veinte kilos en todo ese tiempo (...) Durante casi dos años como un hombre lobo comí un poco de Joss (...) Eso era, su presencia, en cada bocado", confiesa en espeluznante soliloquio el protagonista, álter ego de Armin Meiwess, el alemán condenando a cadena perpetua por asesinar en 2001 y comerse a otro hombre, que había conocido en internet, para cumplir las fantasías sexuales de ambos. "De qué manera el teatro puede contar una historia con tal carga de violencia", confesó haberse preguntado Vilo. "La historia debe ocurrir en la cabeza de la gente", se contestó. La puesta incluye canciones de Lou Reed, Kurt Cobain y Mark Sandman que a modo de "banda sonora de una película dan cuenta de un dispositivo escénico inspirado en el ritmo cinematográfico". Lo importante, bromeó el autor, era "evitar que Miramax me robara la historia".

"Provocación" y "antiteatro" tampoco están ausentes. Con esas palabras definió Rubio Un barco de cemento en un mundo paralítico para niños abstractos, la pieza escrita (aún no representada) mientras cursaba la carrera en la Escuela Municipal de Dramaturgia, contra cuyas enseñanzas se encrespa. "Vértigo, intensidad y ritual" son palabras clave para este autor nacido en 1975. Preceptos que bien podría compartir Santos Iñurrieta (Lucientes), partidario de un teatro épico que reedite a Brecht y que, hombre de acción, es terminante: "Yo no soy un dramaturgo sino un actor que escribe".

La música, interpretada en vivo por músicos-actores, es hilo conductor en El cuento del violín de Gastón Cerana, donde un Stradivarius encerrado en una caja es fetiche familiar. "Había una vez este bendito violín, esta sagrada familia y mi única historia de amor", relata el primer parlamento de un joven autor para quien el teatro debe "tocarle el corazón a la gente". Hacer contacto, conmover, cambiar. Esa sed también atraviesa Vientos que zumban ladrillos, de Diego Faturos. Con Ionesco como personaje la obra demandó un año de trabajo y nació de "la imagen de tres personas compartiendo la misma cama, en un piso inundado y sin puertas". Agobio que el Enfermo, uno de los protagonistas, conjura con una pregunta repetida a sus compañeros de encierro; pregunta que bien puede servir como paracaídas, abracadabra o exorcismo frente a la oscuridad sin moralejas de estas poéticas, que se curan en teatro de la acidez del mundo: "¿Soñaste anoche?".

Raquel Garzón (Córdoba, 1970) es poeta. Ha escrito, entre otros, Monstruos privados (2006) y Riesgos de la noche (2001), ambos publicados por Alción.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_