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'Dioses, tumbas y sabios'

José Antonio Martín Pallín

C. W. Ceram, autor del libro cuyo título encabeza estas líneas, ha llevado a sus numerosos lectores por los fascinantes laberintos de la historia. Se ha dicho, acertadamente, que reconstruye el pasado en clave de trama policíaca.

Vivimos una actualidad convulsa. No creo a los que afirman que si ignoramos el pasado estamos abocados a repetirlo. Más bien careceremos de las claves necesarias para enfrentarnos a una realidad que nunca pudieron imaginar los personajes que vivieron intensamente épocas no menos turbulentas.

Los dioses siguen sin materializarse porque perderían su esencia divina, las tumbas que no han sido objeto de la rapiña arqueológica, permanecen en los lugares que eligieron sus ocupantes y los sabios tienen la permanente tarea de transmitir sus experiencias y su sabiduría a todos los que vivimos en su entorno.

La reciente intervención, en la antigua Ratisbona, de Benedicto XVI, un cardenal de profunda formación filosófica, elevado a la categoría de Sumo Pontífice de la Iglesia católica, Apostólica y Romana ha provocado reacciones violentas entre los actuales profetas del islam.

La ciudad elegida ha tenido un papel relevante en la historia de la religión católica. La Iglesia vivía unos momentos confusos en los que se cuestionaban los dogmas oficiales, sembrando, al mismo tiempo, la alarma en los poderes terrenales. La Dieta de Ratisbona celebrada en 1545, prácticamente coetánea con el Concilio de Trento, abre un apasionado debate entre el luteranismo incipiente y las verdades establecidas. Después de un largo período de confrontación, las tensiones parecen terminarse con la paz de Augsburgo en 1555.

La historia sigue y el debate reaparece en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona. Si alguien debía sentirse afectado por el académico discurso del Papa seríamos los laicos que postulamos la superioridad de la razón y de la dignidad humana sobre una "teología anclada en la fe bíblica". Advierte a éste parte del mundo que se denomina occidental del peligro que supone aferrarse a una racionalidad de la que "sólo puede experimentar un gran daño".

No obstante las discrepancias que se puedan mantener dentro de un debate profundo y racionalizado como pide el Pontífice hay que reconocer que introduce una cuestión que afecta a los choques, diálogos o alianzas de civilizaciones.

No sé que me produce más rechazo. Si ver al presidente de una nación, culta, democrática y desarrollada como los Estados Unidos de Norteamérica llevarse la mano al corazón e impetrar la ayuda de Dios para que salve exclusivamente a sus ciudadanos, o un líder como Alí Jamenei saliendo al paso de una conferencia del papa Benedicto XVI con el fervor de un iluminado que anuncia la destrucción de todo aquel que no comulgue con la lectura que algunos han realizado de los libros sagrados del Corán.

No se puede afrontar el debate sin situar a su protagonista, el cardenal Joseph Ratzinger, en el entorno en que él ha desarrollado su actividad universitaria.

He leído algunos de sus textos como la Introducción al Cristianismo, pero desde hace tiempo me impactó la lectura de su discurso de recepción como doctor honoris causa por la Universidad de Navarra. En un ámbito, también esta vez universitario, de profundas tradiciones religiosas, pocas personas habrían tenido el valor de plantearse, como preámbulo de su intervención, si la fe era compatible con la razón. Para mí, es suficiente esta proposición dialéctica, aunque a continuación despeje las dudas y se decante por su absoluta compatibilidad e inescindible relación.

Hoy día sus compañeros de debate no son personas que, ocasionalmente como yo, invadan audazmente el campo de la filosofía teológica. Habermas y Kung nos han dado testimonio de su profundidad teológica y de su impecable formación filosófica.

No sé si la sotana y la tiara de un Papa pueden acomodarse a una cabeza tan rigurosamente científica, lo que sería lamentable, o si, por el contrario, ha llegado el momento de sustituir la propaganda de la fe por el raciocinio y por la implantación de los valores evangélicos. Muchos católicos están dispuestos a defenderlos por encima de dogmas, dioses y tumbas que nada aportaron al desarrollo profundo de la racionalidad y dignidad del ser humano.

Por supuesto que todos defendemos la libertad de expresión, pero el discurso de la antigua y medieval Ratisbona merece una detenida reflexión.

Se trata de un texto leído ante un auditorio de estudiosos de la filosofía, por lo que sólo debe extraerse su contenido más académico que teológico. Por ello estimo que sobraba la referencia histórico-erudita a Manuel el Paleólogo y que se podrían haber encontrado citas más ajustadas no sólo a la historia sino al presente.

En todo caso, el mundo musulmán no puede utilizar un debate sobre la fe, la religión y la razón para desatar las iras de unas masas sometidas a sus propios dictados y, al mismo tiempo, masacradas por un mundo occidental que, en su mayoría, no se identifica con los dogmas de los apostólicos romanos.

Se puede aplicar a la religión una cita de Goethe que preludia el libro de Ceram: El arte y la ciencia como todos los sublimes bienes del espíritu pertenecen al mundo entero. Los responsables de predicar el Corán tienen la obligación moral de rechazar, enérgica e indubitadamente, cualquier justificación de la violencia, frente a los que consideran paganos e infieles por no practicar sus mandatos.

Los tiempos y los peligros potenciales que encierran el mundo en que vivimos no pueden ser azuzados por guardianes de la fe de signo distinto. En el debate de las tesis antagónicas sobran los anatemas, tan queridos por la Iglesia católica tradicional y por los imanes de la fe.

Nadie podrá acusar al Papa de haber utilizado un lenguaje incendiario o intolerante. Quizá debió medir el tiempo en que se estaba pronunciando. El islam y sus representantes en la tierra no pueden, de forma intransigente y violenta, rebatir argumentos teológicos y de paso dar motivos a los halcones para reforzar sus políticas, que estaban retrocediendo ante la opinión pública.

Dejemos que los dioses habiten en el Olimpo que las tumbas no sean profanadas y demos una oportunidad la única salida posible que pasa por fomentar el enriquecedor debate de los sabios.

José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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