A Cádiz cruzando el mar
Una caminata por el casco antiguo para conocer la ciudad de los navegantes
Tal vez no sea casualidad que el protagonista de Hambre (la primera obra del premio Nobel noruego Knut Hamsun) busque una salida a su tormento embarcándose, en la última página de la novela, en un mercante que tiene como destino Cádiz. Llegar por mar a Cádiz no es muy diferente de hacerlo por tierra, pues se presenta un momento en que el mar lo abarca todo, con las dunas de la playa casi alcanzando la carretera, la bahía al otro lado empujando a la ciudad. Cádiz está casi a la deriva y, sin embargo, jamás se ha descolgado, conservando incluso en ocasiones históricas los pies en el suelo como ningún otro sitio, tan hermosamente atada a su peculiaridad geográfica, a ser prácticamente una isla de ancianos asentamientos que nunca ha permanecido deshabitada, convirtiéndose así en la ciudad más antigua de Occidente.
Pasear por Cádiz nos convierte en marineros aunque creamos haber llegado por tierra, pues siempre, de una manera o de otra, se llega por mar. Cádiz es un puerto antiguo, sabio, y esa sabiduría salpica a su gente dotándola de la sencillez de quien se sabe protagonista pero no quiere creérselo, no se conforma. Cádiz no se conforma, y dijo no, resistiéndose a las tropas napoleónicas cuando la forzaron a rendirse ("La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que el Señor Don Fernando VII", escribieron en un papel de fumar, dicen, firmado por el general Venegas) y los franceses no lograron entrar.
Entre esquinas
La Tacita de Plata, la parte antigua de Cádiz, la Cádiz de los bares y las esquinas que nos sorprenden en carnavales con un tablado donde una chirigota no autorizada divierte y escupe sus críticas (la mirada del pueblo) a lo que ocurre alrededor, quizá la única manifestación artística popular de esas dimensiones, donde el pueblo no es espectador sino dueño de un dedo, divertido y acusador, que hace balance del último año. Pero eso es en carnavales. Las esquinas del barrio de La Viña, como toda la Cádiz intramuros, constituyen un pueblo andaluz, meridional, grande, encantador, de calles estrechas que desembocan en plazas de las que surgen otras calles rectas y largas con balcones a ambos lados que parecen juntarse. Esto es su casco antiguo: calles donde las distancias siempre se miden en recorridos a pie y donde la luz nos ciega y nos hace detenernos en el Campo del Sur, tan comparado al malecón de La Habana (con más negritos, Cádiz con más salero) y observar la cúpula amarilla de la catedral que se divisa desde el mar ("Y Cádiz, a lo lejos, con la luz triste de su faro", escribió Juan Ramón Jiménez). La cúpula amarilla redondeando un paisaje urbano de pocas alturas; la cúpula amarilla y alegre que buscaremos desde cada torre, torres vigías (en la ciudad quedan más de cien que todavía coronan las casas de antiguos comerciantes). En la barra de una taberna y a la vez tienda de ultramarinos, un hombre se queja al tabernero de los precios del restaurante elegido para la comida de empresa: "Un chorrito de güisqui así de pequeño y con tres cubitos de hielo por cuatro euros, y ahora tengo la boca seca y no veas el hambrazo. Así que ponme una cerveza y una tapa". Y el camarero asiente, serio, y dice: "Eso me gusta, me gusta que salgáis de vez en cuando y os deis una vuelta, para que os deis cuenta de que como yo os trato no os trata nadie". En otra barra, un grupo de amigos le pide a un hombre muy bajo que les tome una foto: "Es que si la hago yo, sólo vais a salir de la mitad hacia abajo, mejor la hace mi hija", sugiere, y le alcanza la cámara a una muchacha que está a su lado (de fondo suena un cuadro gitano ensayando villancicos flamencos, la voz del que canta Campanilleros rajando la noche).
En El Manteca, un camarero exprime un limón sobre el papel en el que ha puesto las lonchas de chicharrones que deja junto a otra copa de manzanilla, ante un parroquiano lento y serio que parece salido de una novela de Caballero Bonald (quien confiesa haber naufragado dos veces y por eso no navegar más: porque si vuelve a naufragar y sobrevive, ya sería inmortal).
El barrio del Pópulo
En la Taberna del Almirante, en el barrio medieval del Pópulo, adonde hemos llegado a través de una de sus antiguas puertas, un camarero comenta que esos restos de pintura de ahí, en los altos techos antiguos, son griegos, y leemos las palabras escritas en latín y callamos. Nos dicen que a ese mismo mar desde donde partió Colón en su segundo y cuarto viaje, llevó poco antes de morir Fernando Quiñones a su mujer para ofrecerle un don: "Nadia, quiero hacerte un regalo: te regalo Cádiz". La Cádiz que deja geranios rojos en las manos de piedra de la escultura del poeta José María Pemán. La Cádiz de Rafael Alberti, quien escribió "llamando siempre Cádiz a todo lo dichoso".
Cádiz es una ciudad casi descolgada, asomada al mar. Cádiz como una garita del castillo de Santa Catalina, que sirvió de modelo para otras fortalezas en América, desde donde llegaban barcos que eran avistados por Antonio Tavira desde la torre vigía que heredó su nombre. Es esa la cota más alta de la ciudad, que con su juego de lentes proyecta unas imágenes vivas del exterior, otra forma de acercarse a la capital andaluza.
La bella ciudad, en uno de los múltiples paseos, nos llevará hasta el oratorio de la Santa Cueva, en cuya capilla superior hay tres goyas (hubo más en la ciudad). Allí se quedan, como huella de los viajes del genial pintor a Cádiz, adonde llegó enfermo la primera vez y donde, tras buscar a un cirujano que le tratase su oído herido, se quedó unos meses para terminar las obras para la Santa Cueva. Además de los goyas, el Oratorio encargó una partitura a Franz Haydn, el músico que, como el pintor, descansa sin cabeza, pues fue robada tres días después de su muerte. Pero eso es otra historia. Las siete palabras, así se llama la composición de Haydn. Como esto, que son sólo palabras, porque para conocer Cádiz no hay más que acercarse, dejémonos de palabras, cruzando el mar.
Pablo Aranda (Málaga, 1968) es autor de El orden improbable (Espasa, 2004).
GUÍA PRÁCTICA
Comer y dormir- El Manteca (956 21 36 03. Corralón de los Carros, 66). El típico bar de tapas gaditano, en pleno corazón de La Viña.- La Taberna del Almirante (Mesón, 2). Un local pequeño, acogedor y con mucho encanto situado en el barrio del Pópulo.- El Cañón (956 21 11 15. Rosario, 39 y 49). Bar de tapas y tienda de ultramarinos, ofrece una amplia selección de vinos gaditanos.- Taberna La Manzanilla (956 28 54 01. Feduchy, 19). Finas, olorosas, pasadas... Esta taberna especializada en manzanillas ofrece, además, un servicio de venta y reparación de barriles.- El Serrallo (956 22 51 88. Plaza del Mentidero, 1). Tapas caseras y pescaditos de la bahía.- El Camarote (956 25 76 11. Escalzo, 2). Bar muy céntrico, situado detrás de la iglesia de San José. Especialidad en almejas.- El Faro (956 21 10 68 - 22 58 58. San Félix, 15). Restaurante clásico del barrio de La Viña, próximo a la playa de La Caleta. Precio: tapas, de 2 a 2,60 euros. Raciones, unos 7,50 euros.- Hotel Regio II (956 25 30 08. Avenida de Andalucía, 79). Un hotel con solera y ambiente familiar. Habitaciones dobles, a partir de 69 euros, más IVA, con desayuno incluido.Información- Ayuntamiento de Cádiz (956 24 10 00; www.cadizayto.es).- Oficina de turismo (956 24 10 01; www.cadizturismo.com).- Fundación gaditana del carnaval (www.carnavaldecadiz.com).
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