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El Carmel intenta recuperar el pulso

Los vecinos afectados por el hundimiento del túnel del metro luchan por volver a la normalidad un año después

Blanca Cia

Hasta el trenecito navideño ha tenido que modificar el trayecto este año en el barrio del Carmel por el hundimiento del túnel del metro en el mes de enero de 2005. El convoy que da un paseo por el barrio pasaba precisamente por una de las calles que todavía hoy, casi un año después de que se agrietara el suelo, sigue cortada al tráfico. En un momento del actual recorrido, el trenecito encara una curva y se desliza por una pronunciada pendiente casi de montaña rusa. "Bueno, por el otro lado tampoco era mucho mejor. Es que es un barrio empinado, ya se sabe", bromea el conductor. Los pasajeros, la mayoría abuelos con sus nietos, no quieren ni oír hablar del socavón: "Ya está bien, que queremos olvidarlo". Y se acabó la conversación.

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Ese sentimiento de querer superar el susto y el disgusto parece flotar en todo el barrio, pero cuesta. Prácticamente un año después, las huellas son bien visibles, podría decirse que demasiado. Lo son sobre el territorio y lo son en las personas ya que el accidente supuso la expulsión de sus casas de 1.276 personas, de las que 249 todavía no han regresado. Los signos de que algo muy grave pasó son evidentes en la parte más cercana al cráter que engulló un aparcamiento y luego originó el derribo de cuatro edificios. Allí la actividad sigue siendo frenética porque se trabaja en la recimentación y rehabilitación de los inmuebles que se asomaban al agujero, hoy cubierto y convertido en un solar lleno de máquinas y aparejos de construcción. Los ruidos de taladros, los gritos en las obras -en varios idiomas- y el paisaje de andamios y redes cubriendo las obras se imponen en esa parte del barrio.

A escasos 30 metros, los colores claros y el impecable aspecto de las fachadas recién rehabilitadas son la otra cara de la moneda. 230 familias viven -o vivirán cuando vuelvan- en edificios que han tenido que ser recimentados. Y otras 270 han regresado a sus casas, ya rehabilitadas. Tanta obra se nota en los bares del barrio a la hora de comer. Están llenos.

Ya más lejos de la denominada zona cero del hundimiento, la normalidad se ha restablecido con la apertura de una de las arterias principales que atraviesa el barrio: la calle de Llobregós. Y en el mercado: "Poco a poco se va normalizando. Es que fue muy duro", recuerdan los comerciantes, que repentinamente vieron cómo decenas de familias dejaban de hacer la compra. Por estas fiestas de Navidad han ido a comprar algunos de los que están fuera todavía, se comenta en una carnicería. Para Isabel la desgracia fue doble. Fue desalojada de su piso de la calle de Sigüenza hace casi un año y es propietaria de un puesto de frutas y verduras del mercado que, como todos, se resintió de la marcha súbita de vecinos.

Isabel y José, su marido, viven desde hace casi un año en un hotel, y lo lleva mal. "Desde entonces sufro crisis de ansiedad y tengo que medicarme. No sabes lo que es pasar la Navidad de esta manera", dice con ojos vidriosos. La "manera" es ir de casa de un familiar a otro sin tener la propia donde hacerlo.

¿Y pasar la Navidad y estrenar el año en un piso distinto porque el tuyo se ha esfumado? "Pues es extraño, raro", explica Gemma Raygal. Su familia regenta un quiosco en el centro del barrio y presenció cómo las máquinas reducían su casa a escombros. Ni ella, ni sus dos hermanas, ni su madre, ni su padre pudieron recoger nada. "Sólo los perros, y de aquella manera, porque no nos dejaban", recuerda. En febrero les enseñaron los nuevos pisos y en mayo entraron en ellos. "Se hace extraño porque sigues pensando en cómo era tu casa y resulta que ya no existe. Estás en otro sitio y con otros muebles", interviene Mónica, su hermana. La conversación se desarrolla en su vivienda nueva, "de unos 75 metros, más pequeña que la que teníamos, aunque con más luz", precisa. Todo es nuevo, desde los cubiertos hasta la última silla: "Bueno, hemos aprovechado para darle otro aire más moderno porque el otro lo pusieron nuestros padres a su gusto", y de eso hace 25 años. Su padre murió un mes después del socavón: "Estamos seguras de que le afectó".

Se cree que quienes ya están de vuelta, en los pisos rehabilitados o en los nuevos, y que han saldado ya el cobro de indemnizaciones tienen más encarado pasar página, aunque el proceso de regreso no ha sido un camino de rosas. Hay quejas por las "prisas" en algunos retornos del mes pasado y fallos en los pisos nuevos, como las calefacciones.

El edificio donde vive la familia Raygal está ocupado por 21 familias, y unas 15 eran convecinas en los inmuebles derruidos. "La mayoría ya nos conocíamos", añade Mónica.

Conocían, por ejemplo, a Sebastián Rodríguez, un hombre que se acababa de jubilar cuando ocurrió el siniestro y se quedó sin casa. Ahora vive puerta con puerta con la familia Raygal. En febrero pasado, cuando vieron los que ahora son sus pisos, Rodríguez estaba acompañado por su cuñada, que insistía en que fuera a vivir con ellos a otro barrio de Barcelona. Sebastián decía que no: "Mi vida y mis amigos están aquí, y aquí me moriré. Me quedo". El pasado jueves estaba tan feliz en su nuevo piso: "Ya ves, aquí estoy la mar de bien".

Pero no todos se muestran tan contentos.

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Sobre la firma

Blanca Cia
Redactora de la edición de EL PAÍS de Cataluña, en la que ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en diferentes secciones, entre ellas información judicial, local, cultural y política. Licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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