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Evaluación legislativa: ¿Para qué sirven las leyes?

Uno de los principios que se introducen inicialmente en las facultades de Derecho es la expresión roussoniana de que "la ley es la expresión de la voluntad general"; es decir, que la ley encuentra su legitimación en que emana de los representantes de los ciudadanos líbremente elegidos. Hoy en día, y con todos los matices que se quiera, esta aceptación formal no es discutida en cuanto que en nuestra área geopolítica la democracia cuenta con un consenso social mayoritario.

Lo que ya no parece tan obvio es que la percepción social de las leyes goce de una estimación paralela. Los parlamentos debaten y aprueban muchas leyes, la mayoría de las ocasiones apresuradamente y sin un contraste de sus posibles repercusiones. Los ciudadanos reciben estas leyes y deben cumplirlas carentes de información, salvo excepciones. Y el cúmulo legislativo crece y crece: sólo entre enero y julio de este año, las Cortes Generales han aprobado 20 leyes y las comunidades autónomas, 108. Se configura así un abigarrado mosaico cuya utilidad finalista no siempre aparece diáfana. La pregunta surge inevitable: ¿para qué sirven las leyes en una sociedad moderna en la que la realidad varía constantemente, los grupos de presión intentan imponer sus intereses y los centros de decisión se alejan?

De lo que se trata es de analizar si la ley aprobada se ha aplicado realmente y el grado de cumplimiento que ha tenido

El fenómeno no es nuevo (hablaba ya Ripert en 1947 del "dèclin du droit") ni tiene únicamente un componente cuantitativo. Actualmente ya no es suficiente con comprobar el ajuste de una norma a los procedimientos y a la jerarquía normativa. Ahí estarán siempre los tribunales para tan necesaria labor. De lo que se trata es de analizar si la ley se ha aplicado realmente, el grado de cumplimiento de los objetivos pretendidos, la posible aparición de efectos no previstos e incluso indeseados, el grado de litigiosidad que ha originado, el coste económico de su implantación, la coherencia y prontitud de su desarrollo reglamentario por el Ejecutivo,... Todo este feedback, que en su conjunto denominamos Evaluación Legislativa (EL), llevará a proponer las acciones pertinentes: modificar la ley, derogarla o preservarla tal cual.

Por otro lado, cuando hablamos de la crisis de la ley no podemos hacer abstracción de que nos remite ineludiblemente al papel institucional del Parlamento. Entroncaríamos así ambas vertientes, pues no puede olvidarse que la ley es el producto parlamentario por excelencia y, en consecuencia, es legítimo postular la idoneidad institucional de los parlamentos para evaluar lo que ellos mismos han creado. Este debate está abierto en varios países en los que los legislativos reclaman para sí el protagonismo, siquiera parcial, de la evaluación legislativa bajo la exigencia de mayor transparencia y participación. Bien es cierto que no hay una solución única, dado que cada contexto es diferente. Pero la EL requiere que las fuerzas políticas acuerden que, sin perjuicio de los legítimos prismas ideológicos partidarios, la evaluación se base en premisas metodológicas compartidas y que el Parlamento se dote de unos medios autónomos de información respecto de los proporcionados por el Ejecutivo, sin que ello implique costosas inversiones en nuevos aparatos burocráticos. A este respecto se insiste en la cooperación interinstitucional, especialmente con los tribunales de cuentas y universidades.

Así, el Parlamento francés cuenta desde 1996 con una comisión bicameral encargada de la evaluación de las leyes. En los Países Bajos, Suiza y Bélgica ha habido experiencias similares, sin contar con el legendario caso los Estados Unidos y el GAO (órgano que cuenta con miles de personas para el asesoramiento parlamentario en la supervisión al Gobierno federal). Por su parte, la Unión Europea dedica significativos recursos a esta función evaluatoria.

También en nuestro ámbito ha habido iniciativas pioneras. Así, dentro de la reforma global del Reglamento del Parlamento vasco de julio de 1998, se posibilitaba que las comisiones competentes evaluasen las políticas públicas contenidas en las leyes. Por desgracia, y por causas ajenas a este tema, no se alcanzó la mayoría necesaria. La actual propuesta de reforma del Estatuto de Cataluña incluía en su primer texto un artículo que facultaba al Parlament "para el seguimiento y la evaluación de la aplicación de sus leyes". La segunda lectura retiró este precepto en aras, al parecer, de simplificar el conjunto. Sin embargo, es de destacar el carácter adelantado de una norma recién aprobada por las Juntas Generales de Guipúzcoa, parlamento foral con unas competencias -por ejemplo en materia fiscal-, bien diferenciadas del régimen común. La Norma Foral 6/2005 preceptúa que "las Juntas Generales ejercen la potestad normativa y evalúan los resultados de dicha potestad". Es decir que dichas Juntas Generales se autorreconocen la capacidad de analizar autónomamente el modo en que la Diputación ha ejecutado las normas que aprobaron.

Quienes llevamos tiempo preconizando la EL para intentar sensibilizar en tal sentido a los actores políticos y jurídicos, no podemos sino felicitarnos porque va calando progresivamente la evidencia de su necesidad en los foros académicos (jornadas y simposiums) e incluso institucionales. Cruzando los argumentos claves de estas líneas necesariamente sumarias, esto es la necesidad de recualificar la insustituible función de la ley con la preservación del rol institucional del Parlamento, puede concluirse que la herramienta evaluatoria coadyuvaría a un mejora de la siempre perfectible calidad democrática del sistema.

Josu Osés Abando es letrado del Parlamento vasco.

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