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Reportaje:

La fiesta mediterránea de la vela

Más de 350 embarcaciones parten desde Dénia y Barcelona para cubrir la Ruta de la Sal, que acaba en Ibiza

La Ruta de la Sal no es la Sidney-Hobart, una de las célebres regatas internacionales, punto de encuentro de grandes navegantes desde 1945. La Ruta de la Sal no es la Sidney-Hobart, España no es Australia ni el Mediterráneo se parece al Mar de Tasmania, las temibles aguas donde en 1998 murieron seis tripulantes en medio de unas condiciones de navegación espantosas: olas de 25 metros, rachas de viento de 90 nudos, la flota de barcos aislada, los equipos de rescate sin dar abasto... Un huracán. Una bomba meteorológica.

El Mediterráneo es tranquilo y previsible, pero a veces también se enfada. Un navegante cayó al mar en la Ruta de la Sal de 1992. Nunca más se supo de él. Aquella edición fue la más dura de una prueba que se celebra desde 1989 y que el jueves alcanzó su máximo esplendor. Más de 300 barcos zarparon desde Dénia y Barcelona -la competición ofrece dos puntos de salida- para cubrir las 130 millas de que consta la regata, cuyo destino es Ibiza. Veleros de todas las esloras y tipos, tripulantes más o menos experimentados. Aire festivo, nervios controlados. El mar como una alfombra. Brisa generosa. Ajetreo constante en las cubiertas: más de 1.000 tripulantes a bordo de las 165 embarcaciones que salieron de Dénia. Otros tantos en Barcelona.

El Mediterráneo no es el Mar de Tasmania, con sus imprevistas tempestades; ni el oscuro Atlántico, con sus olas piramidales; ni mucho menos el Antártico, donde los icebergs y el insoportable frío amenazan a quienes le retan. Dénia tampoco es Les Sables d'Olonne, salida cada cuatro años de la Vendée Globe, la vuelta al mundo en solitario sin escalas ni asistencia. Y tampoco La Rochelle, la ciudad que bulle cada mes de septiembre de los años impares con los monocascos de 6,50 metros de eslora preparados para disputar la Mini-Transat, clásica regata para solitarios que finaliza en Salvador de Bahía tras una escala en las islas Canarias.

España no es Francia.

Francia ama a sus navegantes; los cuida y mima. Los aficionados franceses, como los ingleses, tienen al fallecido Eric Tabarly en un pedestal. En Francia navegan electricistas y bomberos, la clase media y los ricos. El mar es abierto. Los franceses leen con avidez ahora Tabarly, de Benoit Heimermann, periodista de L'Equipe que ha escrito sobre los deportistas más grandes, sobre Cassius Clay, Ellen McArthur... En España, Álex Pella finalizó tercero la Mini-Transat de 2003 y su gesta pasa inadvertida. Y eso ocurrió hace nada, en los albores del siglo XXI. Qué triste.

A Álex Pella, barcelonés que reside en Dénia, le conocen más los franceses que los españoles. Normal. En Francia, la casa Bonduelle, comercializadora de guisantes, patrocina embarcaciones diseñadas para dar la vuelta al mundo; también PRB, materiales para la construcción... En España tiene que intervenir el Rey para que el país esté representado en la Copa del América de 2007, en aguas valencianas. Asunto de Estado.

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Pella andaba ayer por Dénia junto a la gente de Open Sea, un equipo lleno de proyectos, entre ellos difundir en España las regatas de altura en solitario. En medio de un ambiente festivo, de un día estupendo, sol y brisa, señoras con complementos de Louis Vuitton en la terraza del Club Náutico de Dénia, 165 embarcaciones salpicaron las azules aguas del Mediterráneo rumbo a Ibiza, donde la nutrida flota, tras pasar la noche navegando, cansada, dará cuenta de un buen almuerzo.

La gran fiesta mediterránea de la vela arrancó en 1989 con 36 embarcaciones. En 2000 superó las 300. El jueves, desde Ibiza y Barcelona, partieron más de 350. Un éxito. La demanda ha obligado a la organización a limitar el número de inscripciones, señal de que algo se mueve en España, aparte del fútbol y la fórmula 1.

La Ruta de la Sal no es la Sidney-Hobart porque el Mediterráneo no es el Mar de Tasmania ni España es Francia. Pero la Ruta de la Sal tiene su encanto porque toda travesía es una aventura. En esto ha derivado la singladura impulsada en 1846 por un negociante catalán, quien, tras el bloqueo impuesto a Barcelona por los ejércitos carlistas, convocó a los mejores navegantes para que transportaran sal desde las islas Baleares hasta la península. En función del orden de llegada, premió a los intrépidos marineros: los primeros cobraban en oro; los últimos se quedaban sin recompensa.

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