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Vicios privados, ¿virtudes públicas?

Ya sabemos de los males de la democracia. Los sistemas democráticos constituyen el sistema de presentación que más ha progresado durante las últimas décadas. La democracia es reconocida como la mejor forma de representación de intereses colectivos y de gobierno legítimo justo. Como decía Churchill, es el peor de todos los sistemas de gobierno... a excepción de todos los demás. Sin embargo, en occidente hace tiempo que se cuestiona o se desacredita. Nunca las democracias maduras habían tenido tantos adjetivos y casi todos son expresión de un creciente malestar democrático y de crisis de legitimidad. Se habla de democracia incompleta, autoritaria, formal, aparente, disgregada, insuficiente, invertida, insensible, anómica, anémica, mutilada, excluyente, inhóspita, e incluso corrupta.

Ese malestar democrático se traduce en un creciente alejamiento y desafección hacia los procesos e instituciones que constituyen los pilares del sistema democrático: partidos políticos y representación electoral. Una persona tan poco sospechosa de radical como el liberal Ralf Dahrendorf lo ha resumido de forma elocuente en unas frases, cuando afirma que "un foso se ha abierto entre el poder y la voluntad popular" o que "tal vez la democracia no haya muerto, pero sí han muerto los parlamentos".

En algunas de las llamadas democracias maduras apenas si vota la mitad del electorado con derecho a voto. La pérdida de confianza en las instituciones básicas (partidos políticos, representantes electos, parlamentos y gobiernos) se traduce en el aumento de los niveles de abstención, en la creciente desconfianza en los políticos y en los partidos políticos y en el descenso de los niveles de lealtad del electorado a favor de una determinada opción política. En definitiva, las democracias maduras atraviesan una crisis de representación que se traduce en una distancia creciente entre los ciudadanos y aquellos que éstos eligen para que les representen.

Hay muchas causas que lo explican. La profundidad de los cambios sociales y culturales; la creciente sensación de vulnerabilidad, incertidumbre e inseguridad que se instala en amplios sectores de la sociedad; la fragmentación social; el desencuentro de muchos ciudadanos con las políticas estatales y el reforzamiento de la idea de una cierta indefensión e impotencia frente a los cambios que la globalización provoca en nuestras vidas, serían algunas de las más importantes. Muchos de estos procesos están en la base de esa apatía electoral que algunos ya califican abiertamente de "demoesclerosis", de "fatiga civil" o de "anomia política".

Hay una razón más para explicar el descrédito de la democracia parlamentaria: el modus operandi de los propios representantes políticos. Me refiero a la opacidad con la que en muchos casos se actúa desde los partidos políticos en relación con la financiación de sus actividades. Por no citar los casos en los que modus operandi deviene en modus vivendi. Más allá de las prácticas delictivas que pudieran existir, la democracia española mantiene pendiente un debate moral sobre la financiación de los pilares del sistema. Y cuando una democracia se sustenta sobre unos pilares construidos con materiales poco nobles el edificio en su conjunto corre el riesgo de ser abandonado por sus moradores e incluso de venirse abajo.

En democracia el fin nunca justifica los medios. Contrariamente a lo que pensaba unos de los padres del pensamiento liberal, las virtudes públicas no pueden sustentarse en vicios privados. Ya lo decía el maestro Bobbio: en democracia, las formas son tan importantes como el fondo. En la actividad ordinaria de los pilares maestros del sistema, los partidos, no puede haber distinción entre escaparate y patio trasero; entre la planta noble y el sótano; entre el agua cristalina y el agua sucia. Y cuando las cosas se confunden, es cuando encuentran espacio los discursos contra la política, los ciudadanos se alejan y se desentienden y la democracia en su conjunto se debilita. Cuando las cosas se confunden, cuando las virtudes públicas se construyen sobre vicios privados, siempre existe el riesgo de que en cualquier momento salgan a la luz prácticas irregulares, opacas o claramente ilegales. O lo que es peor, que las cosas sigan como están, con la sospecha instalada en amplias capas de la sociedad, calificando a los políticos como iguales entre ellos y diferentes a los ciudadanos.

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Por esa razón, es necesario un debate moral sobre cuánto cuesta de verdad la democracia y aportar los recursos públicos necesarios. Un debate político de envergadura que comprometa a todos. Y una vez que se supiera cuánto nos cuesta la democracia, aplicar una radical separación entre vicios y virtudes y ser contundentes con toda práctica que se aleje de la transparencia más absoluta. Ésta es una ocasión tan oportuna como ya hubiera otras en el pasado y, si no se acomete con seriedad, con toda seguridad se presentarán otras en el futuro. Pero ésta no es una cuestión que pueda ser abordada de forma aislada y que afecte a una formación política en particular.

Sería un error esperar a que pase esta tormenta ahora iniciada en Cataluña y dejar las cosas como están. Porque vendrán otras tormentas. Creo más bien que es una espléndida ocasión para que el actual secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, pudiera liderar un debate tan necesario como inaplazable. Tiene el crédito y la legitimidad suficientes. Y no tanto porque alguien pudiera utilizarlo en su provecho, sino porque es la forma más sólida de reforzar los pilares de una sociedad decente.

Joan Romero es profesor universitario.

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