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Columna
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Histeria

"ELLOS NO sabían experimentar la caída vertiginosa a la que se había entregado... sólo una idea devoradora, que cautiva, libera al hombre, le coloca en un puesto que se eleva por encima del mundo". Así pensaba Dostoievski, según Leonid Tsypkin, en su novela de los últimos años del gran escritor ruso, Verano en Baden-Baden (Seix Barral), identificando a esos "ellos", no sólo con sus colegas compatriotas contemporáneos, Turguénev, Gonchárov, Nekrásov, Belinski, sino, en realidad, al resto de la humanidad, lo que le lleva a preguntarse a Tsypkin, cuando visita Petersburgo en su viaje de peregrinación dostoievskiana: "¿Por qué me atraía y me llamaba de una manera tan extraña la vida de este hombre que me despreciaba (notoriamente, como le gustaba decir), a mí y a mis semejantes?".

Para contestarse a esta pregunta, el médico Leonid Tsypkin (Minsk, 1926- Moscú, 1982), escribió la novela citada, donde relata, al hilo de un viaje ferroviario desde Moscú a San Petersburgo, su personal lectura del diario de la que fue la segunda mujer de Dostoievski, Ana Grigorievna, una joven taquígrafa con la que se casó y emprendió un infernal viaje, en 1867, no sólo huyendo del acoso de los acreedores, sino con la absurda finalidad de hacerse rico jugando a la ruleta en la estival ciudad alemana. Mientras Tsypkin hace su largo viaje entre las dos grandes urbes rusas, recrea el viaje centroeuropeo de Dostoievski, pero lo hace zambulléndose en el atormentado interior del autor de El jugador de la única manera posible: a través de su propia y kafkiana vida de judío ruso sometido al constante acoso de las autoridades soviéticas. Desde mi punto de vista, la gran aportación de Tsypkin no se limita, sin embargo, a dar cuenta pormenorizada y sutil de la caldera hirviendo que bullía en la cabeza de Dostoievski, sino a definir la categoría artística de la histeria, que es la excepcional forma con que ciertos místicos afrontan la indescifrable paradoja existencial. Así, comentando las tremendas crispaciones del escritor, se pregunta: "¿No se oculta aquí la respuesta a la llamada crisis que Dostoievski padeció cuando estuvo en presidio? -su amor propio malsano jamás pudo resignarse a las humillaciones que padeció, sólo le quedaba una salida: considerar que estas humillaciones eran merecidas- (...) y experimentó este mismo sentido de culpabilidad salvadora...". ¡Exacto! ¡Hacer de la ofensa y la humillación una victoria, que flamea ante nuestras precarias vidas con una dignidad ingobernable! Acierta también Tsypkin a comprender la heráldica de este estandarte ruso, el asidero de la extremosa desproporción de un pueblo que salta vertiginosamente entre los siglos, dejando un reguero incesante de dolor. Pienso en Gógol, en Bulgákov, en Mandelstam... y, claro, en el pobre Tsypkin, que no vio en vida publicada su novela, hoy traducida a 14 idiomas.

Un cerebro que revienta, en medio de las peores circunstancias adversas, amorosamente cultivadas por la víctima, centelleando, de la manera más delirante, para alumbrar las sombras irreductibles que nos habitan. He aquí la histeria convertida en el arte de nuestra salvación.

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