"Soy insegura, vanidosa y algo soberbia"
De una coquetería muy especial que no pasa por pintarse, entaconarse ni ponerse faldas, Amparo Baró (Barcelona 1937) sigue cultivando desde hace años una estética que está mucho más cercana a la de un muchacho adolescente que a la de una sexagenaria gran dama de la escena. No obstante, ella sabe dónde radica su belleza y no le gusta que la vean con una cara desanimada o una mirada opaca. Se confiesa insegura, vanidosa, con un punto de soberbia, gran amiga de sus amigos y una mujer sin grandes deseos.
Aunque en los últimos tiempos permanece inamovible en la serie televisiva Siete vidas, la actriz deja claro que es mujer de teatro, medio al que piensa volver en cuanto acabe esta aventura que la tiene fascinada: "Nunca olvido que el teatro es de una fuerza inimaginable, es un espejo que te plantan delante para que te avergüences y te remueva la conciencia, el teatro conmueve y conciencia, pero es imposible trasladarlo a la televisión porque siempre es un milagro de complicidad con el público, que sabe que aquello nunca más va a suceder".
"El teatro es un espejo que te plantan delante para que te avergüences y te remueva la conciencia"
Hace casi 50 años que está sobre los escenarios, a los que llegó, tras pasar por el teatro universitario, como Eva al desnudo, pero sin intrigar, sin codazos y sin servicios especiales. "He sido una suertuda desde mis inicios", dice esta mujer a quien siendo una perfecta desconocida llamó Adolfo Marsillach para sustituir urgentemente a Amparo Soler Leal, que cayó enferma, en Las preciosas ridículas, de Molière. Desde entonces, han pasado décadas en las que no recuerda haber estado parada profesionalmente, algo excepcional entre los actores de su generación, y en las que se ha sumergido en numerosos textos clásicos y contemporáneos bajo las órdenes de los mejores directores españoles.
Se siente especialmente satisfecha de haberse reído mucho en la vida: "Es muy sano reírse, aunque también me acusan de irónica, cosa que no me gusta. Es cierto que a veces utilizo la ironía, pero no es excesivamente buena".
Es una urbanita con pedigrí que tiene casa en el campo. Pasa allí tiempos muertos mirando las montañas, las vacas y observando la naturaleza. "Ahora me levanto a las seis y media de la mañana, la misma hora a la que me acostaba durante muchos años", dice entre carcajadas.
Pero que nadie piense que esta mujer de mirada limpia y pícara tiene un pasado muy golfo. Simplemente, era la época en la que la noche madrileña estaba poblada de actores y gentes del mundo de la cultura. Porque Baró ha desarrollado casi toda su carrera en la capital española, adonde se trasladó desde su Barcelona natal: "No obstante, allí también hice teatro y en catalán, porque en contra de lo que se dice a veces, de que no se podía hablar catalán en el franquismo, sólo puedo decir que yo representé varias obras en catalán y no eran, ni mucho menos, clandestinas".
Desde aquella época vivió con su madre hasta que ésta falleció hace algo más de una década. Tiene claro que ni ella ni la profesión que ejerce le han deteriorado su vida sentimental: "Mi vida privada la he tenido siempre muy clara y muy calmada, nada la ha machacado, no fue un precio que tuve que pagar, siempre he elegido libremente". Entre los datos de su vida privada figura su catolicismo, que no practica al uso apostólico romano, pero que tiene presente y ejerce entrando en las iglesias cuando no se oficia misa: "Son espacios de reflexión con los que me gusta contar". También es asidua visitadora de los mercados en aquellas ciudades que visita: "Te enteras de muchas cosas de la gente de una ciudad observando los mercados".
No tiene ninguna mala conciencia por llevar una buena temporada entregada a la televisión, mientras algunos compañeros viven como una traición entregarse a las comodidades del trabajo en las series. Ella llegó al teatro y a los programas de aquella televisión del paseo de La Habana prácticamente al mismo tiempo. "Empecé en la tele con Jaime de Armiñán, Adolfo Marsillach, Pilar Miró, Josefina Molina..., con personas muy serias que me han ayudado siempre. Nunca he dejado de hacer teatro por la televisión, pero ahora, cuando llevaba un año simultaneando mi trabajo en La decisión de Amy [su último trabajo en escena] con la serie Siete vidas me di cuenta de que ya no podía compaginarlo como cuando era joven".
Le llegan proposiciones para volver a los escenarios: "No voy a aceptarlas porque si no me echan pienso seguir en Siete vidas..., me divierto, me río mucho, pero mucho, mucho, y además en la serie hay espectadores, pero no de los que pagan, no, sino de los que vienen de todos los rincones del país, y en realidad cada semana vivo algo parecido a un pequeño estreno".
De su trabajo en esta popular serie, que se emite los domingos en Tele 5, destaca permanentemente que le ha posibilitado conocer a gentes como Javier Cámara, Paz Vega, Anabel Alonso, Blanca Portillo, Toni Cantó, Carmen Machi...: "No les conocía de nada, yo no había visto ni Torrente y desde el principio me ilusionó que hubiera un reparto así, son fantásticos, estoy aprendiendo mucho de ellos, porque es gente estupenda que ama mucho su profesión y eso es muy difícil de encontrar en una serie de televisión".
No obstante, reconoce que la pequeña pantalla ha hecho y hace daño a la escena: "Aunque no es mi caso, porque pienso volver al teatro en cuanto termine esta aventura, la televisión acomoda a los actores que prefieren tres días en televisión que estudiar e incorporarse a un proyecto escénico. Pero cuando alguien elige algo por comodidad, el trabajo se convierte en algo funcional y la profesión se utiliza para estar cómodo, lo mejor que uno puede hacer es irse. Ser actor es una vocación, si uno no puede involucrarse y emocionarse no sirve de nada", dice esta mujer que desde 1957 ha recibido numerosos premios de teatro a los que se han venido a sumar muchos que le conceden por su trabajo como Sole.
Babelia
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