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Columna
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Manhattan

Serán 33 torres de 25 alturas, o al revés, que viene a ser lo mismo, más dos hoteles de 42 plantas, que esto no puede ser de otro modo, pues lo contrario supondría un derroche de solares incompatible con la estética al uso y con los precios astronómicos del terreno, algo así como 450.000 euros la hanegada. Tal es el proyecto urbanístico que, con la colaboración de la Generalitat -¿podría ser de otro modo?- se quiere desarrollar en la Bega de Cullera, a la vera del Júcar. Ya se habla del Manhattan cullerense, lo que no deja de ser una asociación abusiva con la insólita isla neoyorquina. Como mucho, una regurgitación tardía de Benidorm, pues de rascacielos o rascaleches, que dijo el poeta, va la cosa.

Y lo significativo de este proyecto no es su magnitud, que la tiene, sin duda, sino su signo anticipatorio de la desfiguración física y urbanística que le aguarda al país. Hasta ahora, con todas las perversidades que se han cometido, todavía es reconocible la idiosincrasia y el pellejo paisajístico, por más ultrajado que haya sido debido a la pobreza de espíritu, los excesos codiciosos y la mentalidad, en suma, de pegujalero súbitamente enriquecido por la recalificación del suelo, y aun sin recalificar. Con el optimismo del corazón hemos querido creer contra las evidencias que el Séptimo de Caballería, o sea, un prodigio, acabaría poniendo cierto orden y criterio en el uso y hasta en el abuso de nuestro mejor patrimonio: la tierra y el paisaje.

Pero ya va quedando poco o ningún margen para la esperanza. El plan faraónico de Cullera no es más que un episodio del gran despliegue urbanístico que se cuece al amparo de una legislación -porque, eso sí, todo es legal- decantada por el mercado y por quienes lo gestionan. Se piden viviendas, si son suntuarias, mejor. Los promotores inmobiliarios tienen razón. Es el mercado. Y los políticos, tan sensibles, pierden el trasero por despejarle el camino a la ola de prosperidad que representa la oferta desmadrada de adobe y cemento de los Luis Batalla, en Castellón, Bautista Soler, en Valencia, Enrique Ortiz en Alicante, o Ramón Salvador en Elx. Esos u otros grandes emprendedores, todos intercambiables. Unos y otros están a lo suyo, políticos y empresarios. En ocasiones, lo suyo es tan común, que, como en Puçol, el ayuntamiento regala o casi los mejores solares.

Podemos indignarnos o, como hace la mayoría del vecindario, ceder ante la fatalidad de vérselas con un país irreconocible. Siempre queda el recurso de leer a Gabriel Miró, Blasco Ibáñez o Manuel Vicent para recuperar imágenes y talantes que nos definían en el mapa del mundo. También podemos ilustrarnos con los lienzos de Sorolla o de Genaro Lahuerta, entre otros. Será como una exhumación de lo que han sido nuestras referencias más entrañables y ontológicas. Quizá sea aconsejable catalogar lo poco que nos queda -ya sea un otero, una acequia, un magnolio o un acantilado, por no hablar de la extinta huerta-, no sea cosa que cualquier día aparezca por allí un agente urbanizador o predador y acabe con ello. Es el progreso, la presión de la demanda, el mercado, la obsecuencia e ineficacia del PP y del PSOE -que en este asunto andan de la mano-, el imperio de la nueva clase dominante del adobe. ¿Exageramos? Basta con darse un garbeo por el país para ver lo que se hace y el nublado urbanístico que nos acecha. También es cierto que cada día hay menos sensibilidad y conciencia para sublevarse.

¿Cómo si no hubiéramos consentido este desfiguramiento?

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