_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Se va el caimán

Aunque el resultado hubiese sido el contrario, estos cinco últimos días seguirían siendo cinco días históricos. Recordaré los acontecimientos políticos que han seguido a la matanza de Madrid con la misma intensidad con la que recuerdo la noche del 23-F. Hacía tiempo que no me pegaba a la radio con la desesperación de estas noches. Hacía tiempo que no vivía la política nacional con la pasión de estas horas. Y hacía tiempo que no me sentía tan hermanado con mis compatriotas. He llegado incluso a sentirme madrileño, aunque sé que todo habría sido exactamente igual en Palencia o en Huelva. También me he sentido almeriense cuando el sábado pasado un grupo de personas convocadas por nuestros teléfonos móviles nos reunimos frente a la sede del PP para exigir toda la verdad. Los mismos que el día anterior nos querían en la calle nos miraban disgustados desde las ventanas de sus despachos.

Naturalmente, todos habríamos preferido que no hubiera sido así. Todos querríamos que la de ayer también hubiera sido esa jornada electoral anodina y aburrida en la que se había convertido la cita electoral de los últimos años. Todos habríamos preferido la misma abstención y la misma indiferencia. Eso habría significado que nada había alterado cuatro días antes nuestro aburrimiento, que nada había disuelto el sopor que hasta el jueves pasado nos producía nuestra democracia. Bendito sería nuestro aletargamiento, si su permanencia significara que todos los muertos habían bajado con vida del tren. Despertar del largo sueño civil en el que nos han sumido los políticos en las últimas décadas es una excelente noticia para todos. Pero si para conseguirlo hay pagar un solo muerto, yo prefiero seguir durmiendo.

Escribo esto a ciegas, sin saber quién ha ganado ni cómo. Pero no importa, porque lo verdaderamente importante ahora, el mayor motivo de alegría para los españoles de izquierdas y de derechas, es que se va el caimán. Eso es lo único seguro y lo único importante. Haya ganado quien haya ganado, se va el gobernante más dañino que ha tenido España en el último cuarto de siglo. Y eso es bueno para todos, porque desaparece alguien que ha dividido y crispado todo lo que ha tocado. Conseguir en los últimos minutos de tu mandato, tras la matanza, que tu país se divida truculentamente entre los que prefieren una autoría u otra es una proeza repugnante, que resume tu talante y la filosofía de tu política.

¿Recuerdan una de sus primeras frases, cuando al poco de tomar posesión la policía capturó a unos cuantos inmigrantes, los amordazó y los sacó del país en avión? Teníamos un problema, dijo, y lo hemos solucionado. Ahora que vamos sabiendo la verdad, temo por los marroquíes que viven en Andalucía, en toda España. Algunos han sido reventados en el tren de Madrid. Pero no faltará quien pase por alto este detalle y ceda, estimulado por cierta política, a la cruel imbecilidad de identificar a todos los nacidos en Marruecos con terroristas de Al Qaeda. En este asunto como en tantos otros teníamos un problema y tras el paso del caimán por el Gobierno, lo tenemos doblado. Hoy es el primer día sin él. Enhorabuena a todos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_