El monstruo
DIEGO A. MANRIQUE
Tiene Raphael un público maduro y entregado. Cuando ven a alguien tomando notas, se acercan para que el periodista dé constancia de sus sacrificios: "Hemos venido desde Valencia"; "pues nosotras, desde Buenos Aires". El público que ha pagado está dispuesto a disfrutar: como jirafas, rastrean la sala en busca de los famosos invitados, cuya presencia confirma que sí, que también ellos forman parte de la Religión.
El Profeta estuvo muy malito y urge celebrar su recuperación. De los detalles de la ceremonia se ocupa el propio Protagonista ("es una Producción y Dirección RAPHAEL", remacha al programa), que no ha escatimado en gastos: 15 músicos y 8 coristas (en el concierto del teatro de la Zarzuela, el día 25).
Las canciones, no se olvide, son meros vehículos para la exhibición del Artista. Entre una y otra, una pausa respetable para que los espectadores se levanten y se partan las manos. A cierta distancia, con su mata de pelo y sus dientes blanquísimos, tiene un aire de crío feliz, cara congelada en una perpetua sonrisa, estereotipados gestos de agradecimiento. El público sólo existe como la pared del frontón, para manifestar adoración y pasmo ante la Generosa Entrega: que no se nos olvide, como dice en La canción del trabajo, que "el trabajo nace con mi persona".
Nadie sacó tanto beneficio a las horas ante el espejo. Los movimientos de Raphael constituyen una expresión de narcisismo que poco tienen que ver con las canciones. Da lo mismo que sean tremebundas crónicas de desamor o proclamas que parecen hechas a medida como Digan lo que digan (su respuesta a la canción protesta, a esos ingratos que insisten en que no vivimos en el mejor de los mundos posibles). Da lo mismo, ya que todo está sobreactuado.
Las canciones sobreviven... a duras penas. A veces parece que ya han terminado, pero Raphael vuelve para desatar avalanchas de "¡oh!" y "¡ah!". Caprichosamente, algunas palabras son trituradas: así, "día" puede convertirse en "di-i-i-i-i-a-oooooo"; otras salen de su garganta relamidas, como si contuvieran el secreto de la existencia.
Incluso para los incrédulos, Raphael tiene una presencia mesmerizante: la suya es la fascinación del actor malo. Alguien dice que todo parece un viaje en el tiempo, a los recitales de Raphael en el franquismo, incluso con la presencia de Televisión Española. No seamos obvios: su escuela es la del cine mudo.
Babelia
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