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Columna
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'Segurosos'

Antonio Elorza

Son llamados así en Cuba los policías de la Seguridad del Estado. Los hay por todas partes y de los más diversos tipos. Al lado de una pléyade de policías y secretas clásicos están los chivatos de todo rango y condición, las personas normales forzadas a ejercer la delación sistemática como único medio para salvar las propias, los funcionarios que incluyen entre sus deberes el control y el señalamiento de eventuales contrarrevolucionarios. Más aún que la tristemente célebre RDA con su Stasi, la Cuba castrista puede ser definida como un Estado policial, de vigilancia generalizada, y que ha llevado esa faceta de infiltración en todos los niveles de la sociedad a un alto grado de refinamiento y de eficacia, o lo que es lo mismo, de perversidad. Las razones para ello nada tienen de misteriosas. Al pronto establecimiento de un sistema de seguridad de tipo soviético se sumó la dimensión capilar del totalitarismo cubano, con una dinámica de movilización revolucionaria de masas que hace posible la omnipresencia, visible u oculta, de la represión.

El envilecimiento consiguiente de las relaciones humanas resulta inevitable, porque la desconfianza en todas las direcciones constituye para el disconforme la única garantía de supervivencia. En un plano menos costoso, pude comprobarlo hace cuatro años cuando elaboré como historiador el guión de un documental sobre la Revolución cubana realizado para la primera cadena de la televisión francesa. En París no sabían español y contrataron como enlace a una exiliada de plena garantía, la cual, después de sacar toda la información que pudo, obviamente actuó para impedir que se rodara nada significativo en la Isla y para proporcionar allí, eso sí, una estupenda mulatita al director, de modo que éste, finalmente dimitido, prefería dar del castrismo una visión más rosa que la de los turiferarios del régimen con tal de volver a su amor, fruto de la atención policial. Táctica ésta que tienen perfectamente probada con éxito para diplomáticos y periodistas. En otra dirección, es sabido que en los famosos "actos de repudio", asaltos a los domicilios de opositores, intervenían vecinos en apariencia solidarios, de hecho segurosos, como me contó Gustavo Arcos por experiencia propia, para ayudar con firmeza al agredido y ganarse su confianza. Los ejemplos de esta táctica miserable pueden multiplicarse, a partir del famoso acto de domesticación de los escritores durante el caso Padilla, donde sólo dos mantuvieron abiertamente su dignidad: ambos, uno de ellos Norberto Fuentes, segurosos. Última muestra de acentos casi trágicos: la intervención decisiva de infiltrados como testigos de cargo en el reciente proceso contra escritores demócratas. Fue una directa colaboradora de la economista Marta Beatriz Roque quien recopiló los datos para su acusación y condena, y al parecer fue un líder de los periodistas independientes el que vendió a sus compañeros. De náusea, compañeros.

Hoy por hoy, el golpe dado a la opinión democrática en gestación es decisivo. No vale cerrar los ojos pensando que se trata de un signo de agonía: ahí está Tiananmen. Por eso no basta con irritarse por un día y mostrar una solidaridad, teñida muchas veces de acentos agresivos contra el vecino. A los demócratas cubanos, del interior y del exilio, les toca superar la sensación de impotencia y también la de inseguridad ante la efectividad de las delaciones, sin por eso olvidar que los infiltrados existen, con una única seña de identidad apreciable y no muy segura: intentarán dividir y minimizar las críticas contra el régimen de la Isla. Les toca también cortar, por una parte, con ese componente ultraderechista que dio pie a la imagen generalizada y bien trabajada por una minoría de los anticastristas como gusanos vociferantes. Son quienes provocaron los tristes incidentes en la reunión de la Puerta del Sol. Y en la vertiente opuesta, urge acabar también con los residuos de un estilo estaliniano -cuarenta años es mucho para que el cambio en la mentalidad siga sin más al ideológico-, que puede hacer a este o a aquel grupúsculo sentirse único poseedor de la verdad, al modo del viejo partido-vanguardia. Por parte española, el cometido es claro, como debe serlo la conciencia de que el tema es entre nosotros un arma arrojadiza muy tentadora para los políticos y de que existen intereses económicos muy fuertes, y a veces tan disimulados como los segurosos de la Isla y el exilio.

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