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Reportaje:VEINTE DÍAS EN BAGDAD

Testigo de la caída del régimen

Ángeles Espinosa

Era invencible. Tenía el cuarto ejército del mundo. Se había atrevido a plantar cara a Estados Unidos, pero sobre todo a Israel. La calle árabe le admiraba por ello. Y sin embargo, perdió todas las batallas y gobernaba su país con una dureza sin parangón en la zona. Hasta el miércoles, cuando, alentados por las cámaras de televisión y ayudados por un blindado estadounidense, cientos de ciudadanos de Bagdad derribaron una de sus gigantescas estatuas en la plaza de Ferdous. Era la señal de que el régimen de Sadam Husein había llegado a su fin después de tres décadas de cruel dictadura y 20 días de guerra. Para entonces, las tropas norteamericanas ya ocupaban buena parte de Irak.

La creación de las milicias y otros grupos irregulares fue fruto de los esfuerzos desesperados del régimen para aferrarse al poder
El Gabinete en pleno pasó a la clandestinidad. Había aguantado cinco días desde que las tropas de Estados Unidos pusieron pie en el aeropuerto
Como la potencia de su ejército, como su posesión de armas de destrucción masiva, la popularidad del régimen era una gran mentira
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El día que llegaron los americanos

Sorpresa

Sadam Husein no utilizó las armas químicas que sirvieron de pretexto a la invasión estadounidense. Ni siquiera sus soldados opusieron una gran resistencia. Nadie esperaba que el ejército iraquí se derrumbara tan fácilmente. Igual que en la primera guerra del Golfo (1991), los analistas exageraron la potencia militar de Irak, en esta ocasión sobrevaloraron la preparación y lealtad de sus tropas de élite, la Guardia Republicana y la Guardia Republicana Especial. La gran sorpresa fue la resistencia de las milicias, pero éstas se habían agotado en la defensa de Basora. La entrada en Bagdad fue casi un paseo. Lo más duro había quedado atrás, tal como varios marines reconocieron desde lo alto de sus blindados.

La derrota se había adivinado horas antes. El martes, con poco intervalo, la televisión y la radio oficiales dejaron de emitir. Era un signo. Desde el inicio de los bombardeos, los responsables del Baaz, el partido único de corte nacionalista que controlaba la sociedad iraquí, se esforzaron por mantener abiertos esos canales de propaganda. Cuando el edificio de la televisión fue alcanzado por los misiles estadounidenses, enseguida reanudaron la transmisión desde una unidad móvil y repararon la antena y los repetidores. Estaban preparados. Ya les había pasado en 1991.

Tampoco el ministro de Información, Mohamed Said al Sahaf, compareció ese día ante los periodistas. Desde el inicio de los bombardeos, Al Sahaf, el único miembro del Gobierno depuesto que no lucía un bigote al estilo Sadam, contaba a diario la versión iraquí de los combates. Exageraba los éxitos y silenciaba los fracasos. Exhibía un optimismo contagioso. De haberle creído, Irak ganaba la guerra. Sólo en las cifras de víctimas civiles se mostraba contenido. Es cierto que probaban la maldad de los invasores, pero también podían desmoralizar a la población. Aun así, la impresión de todos los enviados con experiencia en Irak fue que Al Sahaf no sacaba suficiente partido de la información.

La negación de lo evidente y la repetición de eslóganes formaban parte de la naturaleza del sistema. Nadie, ni los funcionarios de más bajo nivel ni los ministros, parecía darse cuenta de lo falsos que sonaban los cánticos del puñado de ciudadanos que les jaleaba en cada acto oficial. Como la potencia de su ejército, como su posesión de armas de destrucción masiva, la popularidad del régimen era una gran mentira. Por eso fue posible su derrumbe como un castillo de naipes. Y sin embargo, había una estructura administrativa en pie que permitió mantener la ficción de normalidad hasta el último día. Incluso en las horas de vacío de poder siguieron funcionando los autobuses públicos.

Último símbolo

Con Al Sahaf desapareció el último signo de la presencia gubernamental en Bagdad. Su jefe de Información, Uday al Tai, dejó el hotel Palestina a última hora del martes, poco después de dar el pésame a esta enviada por la muerte de José Couso, el cámara de Tele 5. El Gabinete en pleno pasó a la clandestinidad. Había aguantado cinco días desde que las tropas estadounidenses pusieron pie en el aeropuerto internacional, al que rápidamente cambiaron el nombre de Sadam por Bagdad. Los llamamientos a la resistencia del presidente iraquí se quedaron en pura retórica.

Sólo los irregulares han aguantado el tipo en la defensa de un régimen que se fagocitó a sí mismo. Ningún analista internacional dio credibilidad alguna a las milicias del Baaz, los Fedayin de Sadam, el Ejército Al Quds o los voluntarios árabes. Sus integrantes, más motivados ideológicamente que provistos de armamento adecuado, eran el "arma no convencional" con que contaba Sadam Husein. Operaciones suicidas (pocas), emboscadas y lucha callejera retrasaron la toma de Basora y dificultaron la entrada en Naseriya, Kut, Nayef y Kerbala. El jueves, con las tropas estadounidenses en el corazón de Bagdad, eran los únicos que seguían oponiéndose a lo inevitable.

La propia creación de estos grupos fue fruto de los esfuerzos desesperados del régimen para aferrarse al poder. Desde la guerra del Golfo, Sadam necesitaba no sólo cooptar, sino inmovilizar a una población que, empobrecida y agotada por el embargo, podía lanzarse a las calles en un acto de desesperación. A principios de los noventa hubo algunos conatos de protesta y golpes de Estado. Hasta entonces, los ingresos del petróleo habían permitido distribuir la riqueza y diluir el malestar político. Ante los medios expeditivos del sistema, la mayoría cerraba los ojos o se iba fuera del país.

El Baaz se traicionó a sí mismo para no compartir el Gobierno. Tal como explicó a EL PAÍS Wamid Nadmi, profesor de Ciencias Políticas y ex baazista, "Sadam utilizó todos los elementos que frenaban la modernización del país (alianzas tribales, nepotismo y religión) en contra de los principios del Baaz para garantizarse apoyos". Los milicianos, con más apariencia de salteadores de caminos que de unidades militares, fueron un elemento más de control del régimen. Ningún funcionario podía negarse a ser voluntario en la milicia del Baaz o en el Ejército Al Quds, fundado por Qusay, el hijo menor de Sadam, para "liberar Jerusalén". Al Quds es la palabra árabe que designa a la capital palestina.

A los árabes de a pie, alienados por sus propios gobernantes, ese gesto solidario no les pasó inadvertido. Los 10.000 dólares entregados a la familia de cada suicida palestino probaba su sinceridad. Nadie les contaba que sus hermanos iraquíes sufrían la opresión y la pobreza. Su derrota, a manos del principal aliado de Israel, sólo añade leña al fuego de la humillación. Para más dolor, el moderno Saladino, como a Sadam le gustaba considerarse, aún hacía llamamientos a la resistencia mientras negociaba su exilio el pasado jueves. Antes de que comenzara la guerra había asegurado que preferiría suicidarse. Han sido otros los que han perdido la vida por él.

Un soldado iraquí, con ropa de paisano, es vigilado por infantes de Marina de Estados Unidos el pasado jueves en un barrio del norte de Bagdad.
Un soldado iraquí, con ropa de paisano, es vigilado por infantes de Marina de Estados Unidos el pasado jueves en un barrio del norte de Bagdad.REUTERS

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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