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Columna
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Sherezade

En la tierra de Sherezade, todas las noches el rey recibe en su lecho a una virgen y después de desflorarla acaba con su vida. Por este rito que aflige y humilla a su pueblo, muchos hombres han exiliado a sus hijas, y los que no tienen recursos para marcharse, las esconden. Sherezade desciende de una familia influyente, podría negarse a cumplir con el monarca. Ninguna de sus amigas ha sobrevivido a la visita siniestra. Pero decide correr el riesgo porque confía en sus habilidades.

Sherezade acude a palacio, se acuesta con el rey, y cuando parece inminente el desenlace fatal -que la conducirá a dominios del verdugo, a no ser que el monarca prefiera asfixiarla con sus manos- empieza a contar una historia tan intrigante que su ejecución se suspende hasta que la termine. Sherezade es lectora curiosa, le apasionan los anales, las leyendas, las peripecias ciertas o inventadas de los reinos antiguos. Y sus oyentes se hacen lenguas de su destreza para transmitir con amenidad este saber almacenado en su memoria.

Al cuento inicial sucede otro, y el rey, seducido por el repertorio de narraciones -que un francés avispado agrupará en libro-, respeta a Sherezade y deja, con ello, de sacrificar inocentes. Esta tregua se instala en el reino durante mil y una noches, casi tantas como se prolongó la bárbara afición del monarca. Es un periodo de extrema penuria para sus súbditos, en el que los imperios occidentales se proponen derrocar al rey y apoderarse del territorio. Cuando declaran la guerra al país de Sherezade -y ahora la amenaza no recae sobre doncellas, sino en hombres que esgrimen escopetas de caza ante unas potencias con armamento atómico-, Sherezade huye: si se libró del despiadado rey, no quiere entregarse a los nuevos amos.

Larga y azarosa es su peregrinación buscando el refugio de los apátridas. Detallar sus penalidades a través de desiertos, mares y ciudades reclama un narrador tan experto e ingenioso como ella. Después de incontables aventuras, una patera la acerca a la costa mediterránea. Sherezade no sabe nadar, pero logra pisar la playa de Tarifa y rehuir el cerco de la Guardia Civil. Luego viaja a la capital de España sin llamar la atención de las autoridades.

Está Madrid sublevado porque su Gobierno figura entre los invasores de la tierra de Sherezade. Los discrepantes de la acción bélica alzan en la Puerta del Sol la plataforma de su rebeldía. En esta rotonda eternamente poblada que fue escenario de pronunciamientos militares, donde se ajustició al policía Francisco Chico y se proclamó la Segunda República, los pacifistas denuncian el empeño de unos ricos en aniquilar a unos pobres. Al participar de este ambiente, Sherezade revive su experiencia con el monarca: es el discurso de estos españoles, esa palabra contenida en un relato, un verso o una canción, la que aplaza -quizá sólo por un día o unas horas- la matanza de sus lejanos compatriotas.

Sherezade se conmueve, pero no está acostumbrada a comportarse con la desenvoltura de las españolas. Para desahogar sus sentimientos, solicita al truhán que pinta tatuajes en la calle del Correo que le grabe en la frente la palabra paz. Este truhán se llama Latino de Hispalis, está borracho y no acepta complacer a Sherezade sin una contrapartida erótica. Sherezade escapa por la calle de Carretas seguida de su acosador, enfila la travesía de la derecha, y subiendo por la calle de la Paz, repara en el andrajoso que agoniza junto a los escalones del teatro Albéniz. Latino de Hispalis depone su agresividad, se destoca y pondera a la mujer los méritos del desharrapado. Se trata de Max Estrella, asegura Latino, el primer poeta de España.

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La primera narradora de Oriente se arrima al bohemio, lo acuna en sus brazos y trata de infundirle el calor de la vida. Max entiende la compasión de Sherezade, pero no el idioma en que la expresa. "El arte es oficio de supervivientes", dice respondiendo a su gesto solidario. Viéndolos tan ensimismados en comunicarse, Latino desaparece en la noche con la cartera del poeta. "El artista aspira a detener la muerte", explica el moribundo sin darse cuenta del robo. "Es una pretensión descabellada, porque la muerte siempre triunfa: el delincuente dispara, el tirano ejecuta, el político guerrea. Pero, aun derrotados de antemano", enfatiza Max Estrella, "debemos utilizar la palabra para retrasar lo más posible nuestro final".

La enrevesada frase retuerce la boca de Max en una mueca trágica: "Existir es una concesión graciosa", murmura para sí. Y Sherezade, aunque no le comprende, le habla para mantenerlo vivo.

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