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Columna
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Cucó

Sin El valencianisme polític. 1874-1936 (1971) no habría escrito mi modesta biografía de Tomás i Martí (que él prologó); sin su aportación al conocimiento de los orígenes del blasquismo difícilmente habría escogido el tema del blasquismo en la IIª República para doctorarme; y sin la influencia de Alfons Cucó quizás no habría sido militante de nada. Por eso en esta hora aciaga quiero dejar constancia de esos detalles, por si recientes desacuerdos y una siempre cordial distancia entre el maestro y su díscolo discípulo pudieran dar a entender otra cosa. Alfons siempre fue o quiso ser el hermano mayor de quienes nos acercamos a él, y, desde luego, conmigo ofició hasta el final. Con un rictus permanente de corrección y frialdad profesorales, y pronto al enojo frente a las banalidades de muchos de nuestros amigos, tuvo una excelente cualidad que a la de investigador añadía una literatura eficaz, afrancesada, pulcra, culta, seria y tímidamente sarcástica que nunca abandonó. Pero claro, yo no quiero, hoy, hablar de su obra, glosar sus temas y repetir los tópicos de rigor; si escribo pocas horas después del adiós que le brindamos en el claustro de la calle de la Nau, mientras sonaba El cant dels ocells suave, triste y solitario en una mañana inusualmente soleada para la estación, es conmovido porque me trajo a la memoria otras muertes, otras despedidas de personas que han marcado la Tercera Renaixença Valenciana, la que nos ha devuelto el autogobierno, y la que ha colocado el presente y el futuro en manos del pueblo valenciano. Acabó el aplauso con que despedimos los restos de Alfons, y le dije a Joan Senent, otro hombre de esa saga de patriotas que ya peina canas: 'Joan, sense himnes ni senyeres!'. No hace tantos años, en los actos fúnebres en honor de estos hombres singulares nunca faltaban los iconos, los referentes, los himnos y las banderas que nos unieron o que nos reconcilian con nuestros orígenes, compromisos o sueños. En la despedida de Alfons, alguien dirá que no hizo falta nada de eso porque va de soi -como habría dicho él mismo-, pero a mí me parece que, en realidad, ese dato traduce en buena parte el drama político de nuestro nacionalismo. Porque para ser político, el nacionalismo tuvo que bajar a la arena del posibilismo que bañaba el mar de la incomprensión hacia el proyecto fusteriano; para no perder el tren de la historia y ser útil al país, buena parte del valencianismo político de izquierdas acabó a finales de los setenta en el PSOE, mediante la convergencia de nacionalistas y no nacionalistas en un proyecto cuyo éxito inmediato quizás impidió que el PSPV tuviera más influencia programática que la que ha tenido dentro del PSOE. Sin el PSPV, no obstante, difícilmente habría asumido el PSOE una parte del programa del valencianismo político de izquierdas; pero con la fusión y la terrible factura que pasó la política práctica al maximalismo nacionalista las señas de identidad que nos movilizaron perdieron valor en el mercado político, utilidad en la liturgia del cada día e interés para el capital ideológico que había de permitir ir más allá, después de agotar lo que daba de sí el pragmatismo. Habiendo apostatado del santoral propio, sordos frente a la patética melodía de nuestros himnos vencidos y nada entusiasmados con los símbolos que por responsabilidad política aceptamos sin convicción, no sé si lloré más al maestro injustamente arrebatado o ante el desierto ausiasmarquiano d'himnes i senyeres que nos espera.

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