Egoísmo

Hay veces en que palabras como igualdad y derecho se vuelven chistes. Cuatro centenares de inmigrantes llegan a Sevilla, se los hacina en una universidad del extrarradio, y si alguno de ellos se tuerce el pie se le endilga la extradición con el parte médico. Una docena de señores con corbata que viven de pasear la cara por los televisores del mundo consigue, sin embargo, no sólo que los alojen en el mejor hotel de los alrededores, sino que partan para ellos la ciudad como si fuera una tarta de cumpleaños y les regalen un par de trozos. El disparate es mayúsculo. Mis estupefactos conciudadanos repiten, llevándose las manos a la cabeza, que por aquí se ha paseado el rey no sé cuántas veces y hasta ha casado a su hija sin tantas ametralladoras, y que ni con la continua procesión de personalidades de la Expo se había producido un cuartelazo de esta magnitud. Soldados en las esquinas, edificios enrejados, calles enteras prohibidas a la población, el supremo desprecio por los intereses y las costumbres cotidianas de la gente de a pie: son motivos de peso para odiar esta cumbre y a los perfectos egoístas que la imponen. La publicidad institucional pretende convencernos de que la celebración de un cóctel de este postín en la salita de casa va a servir para dotarla de proyección internacional y dar lustre a su nombre: pero de momento lo único que ha empezado a sentirse son las molestias, los retrasos y aun las deserciones en los puestos de empleo, la reordenación arbitraria del calendario escolar, la ruina del pequeño y mediano comerciante que ve cómo la clientela prefiere emparedarse en su apartamento antes de que la policía la obligue a pasear por donde no le apetece.

Y según las mentes geniales que nos han obligado a sufrir todo esto, debemos estar contentos. Aunque uno sea sometido a cinco horas de suplicio en los accesos a la ciudad dentro del sarcófago del coche, soportando temperaturas que derriten hasta los pensamientos, hay que ser feliz, por Sevilla y por España, y por el prestigio mundial que van a concedernos a cambio de estos inconvenientes de poca monta, inconvenientes estadísticos, al fin y al cabo, que se pueden despreciar, como los ceros en una operación de decimales. Cuando Sören Kierkegaard, misántropo, desgraciado, aislado de la gente en la celda de su estudio, leía las maravillas del sistema filosófico de Hegel, no conseguía más que sonreír con un calambre de amargura: la verdad está en el conjunto, decía Hegel, la belleza consiste en el continuo despliegue de la Historia de la Idea que arrastra civilizaciones, pueblos, continentes y razas para construir un monumento colosal. 'Pero -se preguntaba Kierkegaard con estas palabras-, ¿de qué sirve poseer un palacio si uno tiene que vivir en la cabaña de al lado?'. El alcalde de Sevilla expresaba sus reservas sobre el hecho de que la ciudad estuviese preparada para un evento de estas características: el jaleo fue estrepitoso en Barcelona, cuyas infraestructuras dejan a las nuestras en una vergonzante minoría de edad. Sin embargo, Aznar quiere que nos alegremos, que sepamos que existe un palacio aunque nos toquen las chabolas en el reparto, que España es maravillosa, quedó séptima en Eurovisión y está en cuartos de final en el Mundial de Corea. Qué más queremos.