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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Corazón salvaje

Marcos Ordóñez

Uno. Con el tiempo he acabado por preferir las obras 'menores' de Arthur Miller (Panorama desde el puente, Memoria de dos lunes o Incidente en Vichy, que hace mil años que nadie repone) a sus piezas 'clásicas' (el Viajante, Todos eran mis hijos, Las brujas de Salem), lastradas por un exceso de pretensiones mensajísticas. Panorama desde el puente (1955) fue recibida en su día como un desfasado drama social sobre la delación, otro clavo oxidado en el ataúd del maccarthysmo, cuando en realidad se trataba de una desnuda y purísima tragedia moderna. Miller no quedó contento del trabajo de Van Heflin, que la estrenó en Broadway, y la obra no despegó hasta que Peter Brook la tomó en el Comedy Theatre de Londres, con Anthony Quayle en el rol principal. Raf Vallone (muy atractivo para el personaje) la interpretó en Francia y luego en la pantalla, a las órdenes de Sidney Lumet, en 1962. Tardó veinte años en reponerse: los revivals más celebrados corrieron a cargo de Tony LoBianco en Broadway, en 1983, y de Michael Gambon en el extraordinario montaje que Alan Ayckbourn presentó en el Cottesloe londinense en 1987.

El protagonista de Panorama desde el puente, Eddie Carbone -50 años, estibador en el muelle de Red Hook, casado-, pierde la cabeza por Catherine, su sobrina adolescente. Catherine es una Lolita, pero Carbone no es Humbert Humbert. Carbone es un gorila con el corazón en llamas, incapacitado para racionalizar lo que le está pasando o expresar lo que siente. Ésa es la línea maestra de la función: la radiografía de una pasión ciega, autodestructiva, que avanza, imparable, hacia la traición y el desastre. El detonante de la tragedia es la llegada de dos emigrantes ilegales, dos sicilianos, Marco y Rodolfo, a la casa de los Carbone. Como está mandado, Catherine y el bello e inocente Rodolfo van a enamorarse, y Eddie Carbone va a enloquecer. El 'segundo tema' de Panorama desde el puente, la vida subterránea de los clandestinos ('la forma en que su condición de ciudadanos de segunda categoría, asimilados a los delincuentes', como bien señala Eduardo Mendoza, 'condiciona su conducta familiar, sus afectos, su sentido ético'), está formidablemente imbricado en la trama principal, sin sentimentalismos, y con una gran economía narrativa.

Miller se arriesgó mucho con un protagonista como Eddie Carbone: brutal, delator, a un paso de la violación. Era imposible 'no querer' a Willy Loman pero ¿quién iba a querer a Carbone? Su opción fue hitchcockiana ('cuanto mejor el villano, mejor la historia'), y así Carbone resulta más interesante que Loman porque es un héroe negativo, perdido en el laberinto de su ceguera: siempre nos resultará más conmovedor el Claude Rains de Encadenados, el canalla enamorado de Ingrid Bergman, que todos los héroes con la razón de su lado. Quizá, para curarse en salud, Miller inventó la figura un tanto innecesaria de Alfieri, el abogado que narra la historia, el raissoneur de la tragedia, encarnando el abismo entre ley 'escrita' y ley 'natural' y, en definitiva, la misma dualidad que siente el espectador ante Carbone: repulsión moral y fascinación ante la intensidad de su anhelo.

Dos. Panorama desde el puente, en fluida versión de Mendoza y dirigida por Miguel Narros, ha vuelto al Marquina, donde se estrenó, en 1980, uno de los más memorables montajes de la obra, a cargo de José Luis Alonso y con un inmenso José Bódalo. No vi el espectáculo de Narros -uno de los mejores de su carrera- la pasada temporada, así que he 'descubierto', ahora, a ese espléndido actor que es Helio Pedregal en el que podría ser 'el' papel de su vida. La gran dificultad del personaje de Carbone es, como diría un sociólogo, su 'inarticulación', que obliga a mostrar su calvario emocional a través de acciones físicas: miradas de pasión soterrada, explosiones de ira que ni él comprende y el 'crescendo' de sensaciones límite de la segunda parte, desde la culpa ante la maquinaria fatal que ha puesto en marcha hasta la inmolación final. Antes hablaba del Claude Rains de Encadenados como referente del perfil moral de Carbone, y viendo a Pedregal en escena no pude dejar de pensar en otro modelo cinematográfico para su interpretación: John Wayne en Centauros del desierto, de Ford, con toda su fuerza negativa de torreón sacudido por un seísmo interior.

Un viejo axioma de la crítica teatral afirma que hay dos pruebas de fuego para un espectáculo: verlo en una sesión 'con colegios' o en una función de domingo por la tarde. Ver a Pedregal en la segunda opción, ofreciendo, a muchos meses del estreno, lo que los ingleses llaman a towering performance, en el más puro 'estilo Broadway', no sólo certifica su poderío actoral sino también la solidez de la dirección de Narros. Sería injusto, sin embargo, no mencionar también a Nerea Barrios, una Catherine llena de encanto y de fuerza, en la línea de Nathalie Portman, o a la hiperconvincente Alicia Sánchez, que en la segunda parte borda el personaje de Beatrice, la esposa, o al Marco de Israel Frías, que parece haberse escapado de Los Soprano. Hay desajustes interpretativos en Panorama desde el puente: Pedro Alonso es un Rodolfo demasiado convencional, que deja escapar su verdad en contados momentos, y Chema Muñoz (el abogado Alfieri) digamos que intenta hacer de Al Pacino y le sale un poco Jesús Hermida, pero son débitos menores en la cuenta global del espectáculo. Corran al Marquina, porque acaba el 6 de enero: Panorama desde el puente es, si no la mejor, una de las mejores funciones de la cartelera madrileña.

El dramaturgo Miguel Narros, en el teatro de la Zarzuela.
El dramaturgo Miguel Narros, en el teatro de la Zarzuela.ULY MARTÍN

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