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Raíces
Columna
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La barba

Habían quedado citados en el bar Europa, junto a las columnas de Hércules de la Alameda sevillana. Aún no eran las nueve de la noche, pero en febrero los días son cortos y ya entraba en el aceite hirviendo la segunda bandeja de pescado. 'El día que se torea crece más la barba', dijo Belmonte, pero el estruendo del pescado al freírse tapó su voz. 'Crece más la barba. Es el miedo, sencillamente el miedo'.

El periodista apretó el capuchón de la estilográfica entre los labios, en la intuición certera de una gran entrevista. Era Manuel Chaves Nogales, republicano, masón, sin el menor interés por el mundo del toro, salvo por la fibra humana de aquel ídolo de las multitudes, que cuando empezó a ganar dinero se compró una biblioteca e hizo instalar un cuarto de baño. Entraron en los terrenos del miedo, casi a golpe de clarín, que estaban en febrero de 1935, entre la suerte de varas de la sublevación de Asturias y la hora de la verdad de la guerra civil. La entrevista aparecería luego, semanalmente, en la revista Estampa, con éxito.

Ese detalle de la barba creciendo debió impresionar a Leslie Chárteris, escritor y guionista, que tenía mucho paladar para cocinar héroes de celuloide y sabía venderlos bien en Hollywood. Hizo una versión en inglés del libro de Chaves Nogales Juan Belmonte, matador de toros.Su vida y sus hazañas y lo puso a la venta, en Union Square, Nueva York, donde la gente hacía cola para apuntarse a la Brigada Lincoln y venir a España a defender a la República. Entre el genio convulso de Belmonte y el miliciano retratado por Robert Capa, que saltaba hacia adelante con el cerebro destrozado por una bala -portada de Life el 18 de julio de 1937- aquella gente creía ver una especie de lugar geométrico impracticable, un canon de alegría y coraje levantado en un terreno imposible, inexistente, absolutamente vulnerable.

Aquella noche de febrero de 1935, larga y cómplice, Belmonte mostró a Chaves Nogales el lugar de la calle Ancha de la Feria donde, a los dos años, había vivido la conmoción del barrio, el llanto estremecido y coral, cuando corrió la noticia de que un toro había matado al Espartero. Aquello era la gloria postrera, un pesado colofón de plata ocupando todo el ancho de la calle Feria y toda su primera infancia.

Ahora, la tarea de Maribel Cintas, al editar sus obras completas, ha devuelto al sevillano Chaves Nogales algo de gloria postrera, su perfil raro y ejemplar, su ironía distante y lúcida, su estatura olvidada. Como cuando revela que en el duermevela de la fonda de provincias, mientras le crece la barba, Juan Belmonte sueña que un gobierno socialista ha abolido las corridas de toros; que todas las plazas se han hundido, y que los toros han sido comidos por las turbas. En cuanto a Chárteris, decidió que su héroe de encargo, El Santo, saldría siempre en pantalla perfectamente afeitado.

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