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El enigma del 'lehendakari'

Ibarretxe afronta el momento crucial de su carrera sin haber descubierto aún su personalidad, en la que se confunde el buen samaritano y el político sin escrúpulos

Hace unos años, escalando en bicicleta la peña de Angulo, el entonces vicelehendakari Juan José Ibarretxe encontró en la cuneta a un hombre herido. Era un pastor que se había fracturado la pierna a resultas de una mala caída. Ibarretxe detuvo su marcha y se interesó por el herido, le preguntó dónde había dejado su coche y le pidió las llaves del vehículo. Acto seguido, volvió a montar en la bicicleta y al rato regresó con el coche. Acomodó en su interior al malogrado pastor y lo devolvió a su casa. Cuando supo que los servicios médicos estaban ya en camino, cogió otra vez la bici y terminó la prueba.

El hombre que maneja el cambio de agujas en la encrucijada vasca es así, un santo varón que deja huellas de su bondad y solidaridad allí por donde pasa. Él es el primero en retirar de la calzada las botellas rotas, el que espera al compañero descolgado en el puerto, el que se queda con el amigo o el desconocido atrapado por la pájara, el que tira de él, le reconforta, le salva. Siempre dispuesto, Ibarretxe se ha hecho una leyenda de chico ejemplar entre los aficionados al ciclismo alavés, su primer círculo de amistades.

Su discurso está teñido de voluntarismo, moralina pseudorreligiosa, lenguaje tecnocrático. Hoy por hoy, está vacío de contenidos
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En Llodio (Álava), donde nació y todavía sigue viviendo, no resulta fácil encontrar a alguien que hable mal del actual lehendakari y hasta sus adversarios políticos locales tienden a exonerarle de toda tacha personal. 'Es una bellísima persona', 'un tipo honesto', 'un gran corazón, muy trabajador y sacrificado', 'no hay dolo, ni engaño en sus palabras'.

Los elogios de este tenor afloran invariablemente ante la pregunta de quién es este político, desahuciado precipitadamente por sus adversarios, que lejos de haber sucumbido a la prueba del 13 de mayo se ha quedado en solitario al frente del timón de Euskadi. Y, sin embargo, nadie entre sus decenas de amigos y conocidos de larga data es capaz de aportar un dato preciso que demuestre que ha llegado a tocar el corazón del actual presidente vasco, penetrar en sus dominios íntimos.

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Reservado, retraído, aunque extremadamente afable y atento, Juan José Ibarrexe es una personalidad impenetrable que rara vez se sincera, un personaje pretendidamente simple pero bastante complejo, en realidad, que mantiene incluso a sus amigos al pie de la fortaleza en la que guarda sus sentimientos íntimos. Hijo de obrero, criado en una familia no significada por su nacionalismo, pasó por la escuela pública como un alumno aplicado y un deportista vocacional. Jugó al fútbol de defensa central en el equipo de San Ignacio, pero su verdadera pasión ha sido siempre la bicicleta, deporte que empezó a practicar a los nueve años.

Pese a su espíritu de sacrificio y su tesón, cualidades éstas que le caracterizan también en su actividad política, Juanjo Ibarretxe no pasó de aficionado. Sus niveles de glucosa, excesivamente elevados, le alejaron definitivamente de la posibilidad de acceder a la élite, aunque es un cicloturista notable, resistente y de buena planta. Hoy, todavía, a sus 44 años, con una preparación forzosamente limitada por los imponderables del cargo -practica la bici de montaña los fines de semana y cuida mucho su alimentación-, es capaz de correr carreras como Las tres grandes, un total de 217 kilómetros que incluyen las subidas a los puertos de Urkiola, Orduña y La Herrera.

Nada más terminar Ciencias Económicas y Empresariales en la Universidad de Sarrico -causó entre el profesorado una buena impresión, aunque no falten quienes vieron en él una mentalidad rígida y una vocación estrictamente contable-, Juan José Ibarretxe se convirtió con 26 años en el alcalde más joven de Llodio. Según diversas fuentes, fue elegido como cabeza de lista del PNV local sin estar afiliado.

El joven licenciado sintonizaba abiertamente con ese partido, pero dio largas mientras pudo a los requerimientos para que formalizara su adhesión. Tuvo una primera experiencia municipal muy dura a causa de las inundaciones que asolaron Llodio en 1983 y que provocaron cuatro víctimas mortales, tres guardias civiles y una persona a la que estaban evacuando.

En aquel escenario de tragedia y ruina, el joven alcalde se labró la reputación de persona voluntariosa y capaz. Todo el mundo recuerda a Juanjo Ibarretxe calzado con botas de goma recorriendo las calles embarradas, las viviendas destruidas, trabajando duro en su despacho sin darse un respiro para comer. 'La etapa de reconstrucción me quitó 10 años de vida', comentó en cierta ocasión a un amigo íntimo. Sus críticos en la gestión municipal le reprochan haber sacrificado buena parte del casco antiguo en aras de la avenida que atraviesa la población y, sobre todo, haber mantenido una presencia muy escasa durante el último periodo de su mandato, circunstancia que, unida a la escisión entre el PNV y EA, propició que la alcaldía volviera a manos de HB.

De aquel periodo queda algún rescoldo crítico en gentes de EA que pensaron que el alcalde era un 'aprovechategui', un trepa que pensaba más en su carrera política que en su pueblo. Es una idea que no encaja demasiado con las dudas que le asaltaron, primero, cuando José Antonio Ardanza le ofreció el puesto de vicelehendakari, y, después, cuando el partido le entregó el cargo de presidente del Gobierno vasco.

Se contradice aparentemente también con el hecho de que Ibarretxe conserva a su cuadrilla de juventud y ocupa un simple chalé adosado en una urbanización de Llodio, no exactamente suntuosa, situada a pocos centenares de metros de la barriada obrera de Ugarte en la que residen sus padres.

El joven licenciado en Económicas -accedió a la presidencia de la Juntas Generales (Parlamento regional) de Álava antes de cumplir los 30 años- se convirtió pronto en un valor político en alza, y no sólo dentro de la comunidad nacionalista. Quienes le trataron en aquella época descubrieron a un nacionalista joven, inteligente, amable, bien preparado técnicamente y nada sectario. Siguieron con simpatía su trayectoria y su particular maratón con el euskera, requisito necesario para aspirar a la Lehendakaritza.

A base de esfuerzo y tesón, de acuerdo con un programa diseñado por la consejera de Cultura Mari Carmen Garmendia, ha conseguido, con 40 años cumplidos, alcanzar un nivel suficiente que le permite no sólo relacionarse en euskera con sus dos hijas adolescentes, educadas en la ikastola de Llodio, y con sus amigos, sino también desenvolverse en el plano expositivo, más exigente que el coloquial.

Bastantes políticos, intelectuales, gentes de la cultura, periodistas, empresarios, creyeron sinceramente en él y hasta trataron de auparle elogiándole sin ambages ante la cúpula del PNV. De ahí su mayúsculo desengaño posterior, su perplejidad a la vista del comportamiento y las declaraciones que el lehendakari protagonizó en su primera y malograda legislatura, el regreso, esta vez cargado de suspicacias y desconfianzas, del interrogante sobre la verdadera personalidad de Ibarretxe.

De ahí, también, la creencia extendida y, por lo visto, errónea que le atribuye un exagerado carácter disciplinado, una actitud sumisa al EBB, la dirección de su partido. 'Nada de eso, si el lehendakari apuesta por el soberanismo no es porque le haya convencido Arzalluz, sino, simplemente, porque él cree firmemente en el derecho histórico al soberanismo de los vascos', sostiene una persona que le ha tratado en los últimos años.

Según ésta y otras fuentes, Ibarretxe interviene poco en las reuniones del EBB. Se mantiene generalmente a la escucha y no rompe lanzas a favor de nadie, tampoco de los sectores más posibilistas. Tras la holgada mayoría obtenida el 13 de mayo, su posición actual se aleja tanto de las posiciones proclives a una alianza con EH como de las de los sectores estatutistas de su partido que, al contrario que él, no reclaman al PSE-EE la aceptación del 'ámbito vasco de decisión', como requisito de un posible acuerdo.

'Los pactos de Ajuria Enea y Lizarra son instrumentos del pasado', ha dicho. 'Lo que hagamos será distinto'. Contra la impresión de político desvalido que transmite a veces -por ejemplo, en sus reacciones de impotencia ante el terrorismo-, Ibarretxe adopta con frecuencia una actitud muy autosuficiente. Mantiene una estrecha relación con el movimiento para la mediación, Elkarri, y sintoniza perfectamente con el obispo José María Setién, pero ha rechazado el asesoramiento de intelectuales de prestigio, como si quisiera preservarse de toda influencia exterior a sus propios postulados.

Su discurso de la 'tercera vía', el camino para lograr la pacificación que se supone va a caracterizar la legislatura, está teñido de voluntarismo, de moralina pseudorreligiosa, de lenguaje tecnocrático adobado con consignas, tipo 'diálogo hasta el amanecer', aunque, hoy por hoy, es un puro andamiaje vacío de explicaciones y contenidos.

Quien creyó verdaderamente en él, cuando su nombre no suscitaba todavía entusiasmo en las altas esferas del PNV, fue su antecesor José Antonio Ardanza, que le puso a prueba situándole en la Vicelehendakaritza. Ardanza, que buscaba ya el relevo en 1994 -envió entonces una carta a Xabier Arzalluz comunicándole su firme propósito de no renovar el mandato en 1998-, pensó que sólo si él mismo preparaba su propia sucesión podría resistir las presiones de su partido para que continuara. Como la situación económica estaba consolidada, creyó que el país necesitaba no tanto una gran cabeza política como un gestor eficaz y pactista, capaz de mantener engrasadas las relaciones con Madrid y las diputaciones.

En la Vicelehendakaritza, Juan José Ibarretxe cumplió con creces las expectativas. Conservó esa imagen discreta de nacionalista conciliador y negoció el Concierto Económico con su perseverancia habitual.

Desempeñó su papel de manera tan solvente que Ardanza le traspasó la gestión de Gobierno durante el último periodo de su legislatura. Fue entonces, a finales de julio de 1998, cuando el gestor llamado a ser lehendakari se encontró bruscamente ante las negociaciones de su partido con ETA. Ibarretxe estaba, sin duda, en el secreto de la propuesta de ETA que dio paso a la tregua y al Pacto de Lizarra porque asistió a la reunión, celebrada en la casa de veraneo de Ardanza en Urdabai (Vizcaya), en la que Arzalluz, Egibar y Gorka Agirre presentaron el escrito de la organización terrorista que el PNV terminó por aceptar, con las salvedades incorporadas al reverso del texto.

El grado de aceptación por parte del PNV de la exigencia de romper y marginar a los partidos estatales planteada por los terroristas sigue estando en una cierta nebulosa, pero hay pocas dudas -algunos dirigentes nacionalistas lo admiten sin reparos- de que los posteriores contactos de Ibarretxe con los socialistas vascos para un pacto de legislatura pertenecieron más bien al reino de la pantomima.

El domingo del Alderdi Eguna (Día del Partido) de 1999, el mismo día en que los periódicos abrían con las declaraciones de Ardanza -'El pacto con EH es un error'-, Juan José Ibarretxe se dirigió a los simpatizantes nacionalistas en un tono extrañamente airado: '¿Hay alguna familia que haya resuelto alguna vez su problema chillando por el balcón a todo el vecindario? ¿Hay alguno que cree que se pueden resolver las cosas anunciando la posición en un periódico?'.

El pacto con HB que le permitió contar con los votos de esta formación para ser investido lehendakari descubrió ya un Ibarretxe distinto, pero fue su comportamiento tras la ruptura de la tregua lo que concitó contra él las iras del mundo no nacionalista. Su imagen impoluta quedó entonces seriamente resquebrajada hasta el punto de que hay quienes no dudan ahora de que el talante bondadoso y dialogante que exhibe el lehendakari es una construcción fabricada interesadamente, una pose altamente beneficiosa para sus intereses.

En suma, que, llegado el caso, es un político como otros, torcido y farsante, capaz de comportarse con doblez y no exento de flaquezas; si bien, dicen, Ibarretxe 'no tiene por qué ser necesariamente consciente de sus lagunas ya que está imbuido de un cierto fundamentalismo conceptual que le sitúa en un plano ideal, por encima de las miserias de la política, de la pelea parlamentaria, de los juicios de los medios de comunicación'.

En un alarde de esa buena conciencia nacionalista, llegó a presentar como prueba de la convivencia social sin traumas en Euskadi el hecho, cierto, de que él mismo pedalea frecuentemente en compañía de un amigo de apellido Fernández.

Aprobó los presupuestos del año 2000 con los votos de EH en un momento en el que ETA ya había anunciado, aunque todavía no consumado, la ruptura del alto el fuego. Tras el asesinato del dirigente socialista Fernando Buesa y de su escolta, tardó cinco horas en comunicar la ruptura de la alianza con EH y no quiso recorrer los 200 metros que le separaban del lugar del crimen.

Durante un largo periodo, Ibarretxe pareció incapaz de calibrar la emoción social provocada por la reanudación de los asesinatos, anduvo a remolque de los acontecimientos, como si se negara a aceptar que la ruta que se había marcado estaba definitivamente cegada, como si creyera que la perseverancia trastocaría por sí misma el error en acierto. Luego, prolongó tercamente la legislatura en un esfuerzo agónico que favoreció, quizá, su posterior éxito electoral, pero que contribuyó a ahondar la sima de la división política y social y a incrementar el deterioro institucional.

Denunciado por las asociaciones de víctimas del terrorismo, acosado por la oposición y en minoría parlamentaria tras la retirada de EH, Juan José Ibarretxe vivió un verdadero calvario personal -estuvo al borde de arrojar la toalla- del que se rehízo por su buena conciencia y por el arrope de su partido.

El PNV encontró para él en la palabra diálogo el talismán con que difuminar las responsabilidades contraídas y salir airoso del atolladero. Aunque su reputación de hombre dialogante sigue flotando intacta después de tantos avatares, hay quienes le niegan precisamente la mayor.

'Es un hombre todo tesón que no se levanta de la mesa hasta haber alcanzado su objetivo, un negociador de esos de culo de hierro capaz de aguantar lo que le echen, pero no tiene nada de dialogante si se entiende por eso alguien abierto a comprender y aceptar las razones del contrario. Ibarretxe no cede en nada que le aparte de su camino, está convencido, incluso demasiado, de la plena justeza y legitimidad de sus pretensiones y es más bien autista ante a los argumentos de sus adversarios'.

Su desconfianza, sus recelos hacia la lucha política parlamentaria, van parejas a su fe en los representantes y estamentos a los que identifica como la sociedad. De ahí, quizá, los sucesivos baños de masas y de exponentes de la sociedad civil vasca que prodigó en la pasada campaña, el tufillo de populismo que exudó su comportamiento electoral.

Frente al juicio laudatorio de Xabier Arzalluz que dice ver en él a un hombre extraordinario, un campeón, un líder sólido para el nacionalismo, otros creen que el lehendakari es un gestor inteligente, pero un político bisoño e inseguro al que las circunstancias le jugaron la mala pasada de situarle en una serie de trances, el Pacto de Lizarra, la ruptura de la tregua, para los que no estaba preparado.

Sin ataduras parlamentarias, ampliamente reforzado en las urnas, Juan José Ibarretxe tiene ahora ante sí una nueva etapa, compleja y delicada, en la que deberá dar la medida de su verdadera personalidad humana y política, despejar la duda de si hay que reconocerle en el samaritano de la peña de Angulo o en el lehendakari tibio y evasivo de los funerales por Fernando Buesa, demostrar si es el presidente moral de todos los vascos demócratas o el de la comunidad nacionalista.

El <b></b><i>lehendakari,</i> Juan José Ibarretxe, en su despacho, en 1999.
El lehendakari, Juan José Ibarretxe, en su despacho, en 1999.SANTOS CIRILO

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