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Tribuna:25 AÑOS DEL 3 DE MARZO
Tribuna
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La puntilla del régimen

Los hechos trágicos del 3 de marzo de 1976 en Vitoria dieron, según el autor, el último empujón al régimen franquista.

El año 1976 fue el año clave en la quiebra del régimen de Franco. Y Vitoria, ciudad crecida a su sombra, la encargada de fulminarlo aquel 3 de marzo, aunque ello le costó cinco muertos, cinco familias destrozadas, cinco vidas que nunca podrán reducirse a un número. Fue el último acto miserable del régimen y el primero de la nueva sociedad que emergía de sus entrañas.

Pudo haber sido otra ciudad. Pudo haber sido Pamplona, sede aquel mismo año de una notable ola de huelgas. Pero Pamplona siempre fue un tanto virreinal, lejana y linajuda, 'toda ella un castillo, y más que ciudad ciudadela', como dijera su glosador Angel María Pascual. El hecho es que fue a Vitoria a la que correspondió el honor de dar la puntilla al régimen de nuestros dolores, ya herido de muerte.

Y 1976 fue un año clave en esos tiempos decisivos de la Transición. En 1974 fue asesinado Carrero Blanco, presidente del Gobierno (diciembre, fecha del inédito Proceso 1001 contra la dirección de Comisiones Obrera -Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius-, en que la oposición esperaba poner, si no en jaque, sí en una situación apurada al régimen, y el búnker (colectivo de devotos franquistas) se organizó con Arias Navarro para garantizar su continuidad. En 1975 murió Franco (20 de octubre) y Arias lloró públicamente. Pero fue en 1976 cuando fracasaron todos los planes continuistas del régimen. Y fue cuando la oposición (también la oposición) comprendió que cabía una 'ruptura democrática pactada', abandonando viejos mitos irrealizables de 'huelgas generales pacíficas' de corte estrictamente político y ''gobiernos provisionales' al modo de las antiguas repúblicas democráticas. 1977 fue ya otra cosa: aprobada la Ley de Reforma, los españoles fueron llamados por primera vez a las urnas para unas elecciones democráticas. Pero ese año de 1976, aunque quienes lo vivían no lo sabían, se estaba gestando la sociedad de hoy, con sus excelencias (como un Alavés eliminando al Inter de Milán en la Copa de la UEFA) y sus imperfecciones.

A la muerte del Caudillo, Juan Carlos, nuevo rey de España, confirmaba a Arias como presidente del Gobierno. Algo que generó una gran decepción entre la oposición (ilegal, claro) del país y en las cancillerías extranjeras. Hasta el punto de que el recién estrenado monarca tuvo que tranquilizar, en conversación telefónica, a Giscard d'Estaing, presidente de Francia en ese momento, y a Henry Kissinger, responsable de la política exterior estadounidense.

Sin embargo, a aquel Gabinete se le impuso una serie de ministros que representaban el ala más aperturista del régimen: Manuel Fraga, a Gobernación, y José María de Areilza, a Exteriores. Mientras uno, Fraga Iribarne, exponía en conferencias y entrevistas su proyecto de cambio que pasaba por un acuerdo entre todas las familias del régimen para dar paso a un sistema parlamentario manqué, en el que ciertos partidos estuvieran excluidos, el ministro Areilza vendía en las cancillerías europeas la idea de un futuro democrático para España que, necesariamente, debía pasar por aquel Gobierno. Apenas nadie se lo creía (a pesar de los discursos comprometidamente democráticos del Rey ante el Congreso estadounidense,... pero eso fue ya en junio). En la cartera de Justicia estaba Antonio Garrigues, con una postura más expresamente democrática.

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Sin embargo, todo aquello suponía poco. Fraga, Areilza y Garrigues no eran sino personajes vistosos que apenas si contaban dentro del régimen. Tanto menos en la oposición.

Quienes sí contaban eran los jóvenes Adolfo Suárez, ministro secretario del Movimiento y protegido de Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes, confidente del Rey y hombre fuerte del régimen, y Rodolfo Martín Villa, responsable de las relaciones con los sindicatos. Era gente situada en un segundo plano y llamada a pactar con la oposición exterior al régimen. Pero su tiempo estaba aún por llegar. De manera que las cosas en el régimen estaban por madurar.

También en la oposición. De un lado, la Junta Democrática, promovida por el PCE, seguía proponiendo una ruptura firme con el régimen. En aquel colectivo no contaba el PSOE, que había estado razonablemente ausente, ni la democracia cristiana, ni el PNV, entre otras formaciones con trayectoria histórica. De modo que, por otro lado, se había formado la Plataforma Democrática, organismo del que se sospechó en algún momento que pudiera negociar una salida poco honorable con el régimen. Un cambio sin que nada cambiara.

Así estaban las cosas cuando en enero y febrero tocó negociar una infinidad de convenios en empresas. Franco había muerto, de modo que algo nuevo se barruntaba en lontananza. Aquellos convenios no podían ser como otros años, en que la parte social había tenido que claudicar por lo costoso que resultaba sacar adelante las reivindicaciones laborales: despidos, represalias, cárcel. Ese año -y la oposición fue consciente de ello- los conflictos laborales iban a dominar la escena pública. Paró la metalurgia y la construcción en Madrid, donde había parado también el metro. Otro tanto ocurrió con Correos y Telégrafos y con otras empresas industriales de Zaragoza, Burgos, Bilbao o Barcelona.

A aquella ola se sumo también Vitoria. Los trabajadores de Forjas Alavesas se reunieron en asamblea de fábrica el día 23 de diciembre de 1975. La cosa tenía su importancia, pues se rechazaba expresamente la vía negociadora de los enlaces sindicales, y el 9 de enero se elegía una Comisión Representativa en nombre de los trabajadores mientras durara una huelga reivindicativa.

Vitoria, como otras ciudades españolas, había vivido entre 1940 y 1976 su más trascendental proceso de transformación en su estructura económica, en el producto interior y en su vida social. De ser una sociedad conventual y cuartelera, de campanas y tardes de lluvia, apegada a unos usos provincianos, pasó a ser una de las zonas privilegiadas por la segunda industrialización de los años sesenta en España. En ese cuarto de siglo quintuplicó los 35.000 habitantes que tenía en 1940. Al calor de algunas primeras medidas fiscales se instalaron las factorías de bicicletas Cil, Forjas Alavesas, ciclomotores y bicicletas Iriondo, o las empresas Movesa, Imosa, etcétera. Y en 1963 vino a instalarse SAFA-Michelín. En 1975, sólo el 41% de sus habitantes había nacido en Alava. Aquella era una ciudad nueva, inarticulada, hecha en los años del franquismo, a la que el propio corsé de la dictadura impedía concertar.

La huelga de Forjas, sin cauce negociador y movida por grupos radicalizados sin ninguna experiencia sindical, se extendió por toda la ciudad. Hasta que el día 3 de marzo, en una decisión nuevamente cuartelera, se decidió desalojar la Iglesia de San Francisco de Zaramaga (sede de una reunión representativa) de manera brutal. El resultado fue el de cinco muertes (cuatro en los primeros días). Lo que había sido un conflicto laboral se convirtió en la revuelta pacífica de toda una heterogénea ciudad, que se extendió por cada rincón del país.

Aquello hizo imposible cualquier solución aperturista que derivara del gobierno Arias, y convenció a la oposición de que las cosas habían madurado (el día 26 las distintas fuerzas se unificaron en la llamada Platajunta) para ir hacia una reforma pactada. De aquellos polvos, estos lodos más nobles de la democracia (que los otros, tienen otra historia).

Javier Ugarte Tellería es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU).

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