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Circuito científico: La unidad de los científicos Emilio Méndez

El presidente Clinton envió anteayer al Congreso de Estados Unidos el presupuesto para el año próximo. Cumpliendo lo que prometió al pueblo americano hace unos días en su discurso anual sobre el Estado de la Nación, Clinton ha plasmado en el presupuesto el ambicioso programa que, si le deja el Congreso, espera llevar a cabo en su último año en la Casa Blanca. Aunque el programa -que va desde la reducción de impuestos a la construcción de más escuelas- ha sido comentado ampliamente en la prensa, ha pasado desapercibida la sección en que Clinton propone "el mayor aumento en una generación en investigación no militar (...) para acelerar la marcha de los descubrimientos en (...) ciencia y tecnología". La magnitud y el objetivo de la propuesta de Clinton se entienden al comprobar que tres cuartas partes del nuevo dinero -casi tres mil millones de dólares, es decir, cerca de medio billón de pesetas- están dirigidas a acelerar la investigación en tres grandes áreas: ciencias biomédicas, tecnología de la información y nanotecnología. De las tres, la más atrevida es la Iniciativa Nacional sobre Nanotecnología. La cada vez más cercana posibilidad de manipular la materia a escala atómica se ve como una oportunidad única que puede traer una revolución tecnológica comparable a la de Internet (basada en inversiones parecidas hace 30 años). Si llega, los americanos quieren asegurarse su liderazgo.

Es natural que el presidente Clinton haya hecho estas propuestas durante el período de expansión económica más largo de Estados Unidos. Pero hace tan sólo tres años las circunstancias no eran muy diferentes, y sin embargo la partida dedicada a la ciencia en el presupuesto que Clinton envió entonces al Congreso disminuía con respecto a la del año anterior -por quinto año consecutivo-.

¿Qué ha hecho cambiar de actitud al presidente? En gran medida, la intensa presión de la comunidad científica en estos tres años. En marzo de 1997 se reunieron con los periodistas representantes de veintitrés sociedades americanas científicas y de ingeniería para pedir un aumento general de la investigación. Siguieron peticiones similares de los rectores de las universidades más prestigiosas y de los directivos de las compañías más importantes. Y desde entonces, cada vez que se han discutido los presupuestos generales en el Congreso, los científicos lo han inundado con cartas explicando el valor de la ciencia y su papel en el desarrollo. Los frutos de esta metódica campaña han culminado ahora con una propuesta que enuncia grandes temas prioritarios pero que a la vez reconoce el valor de la investigación no dirigida, asignando la otra cuarta parte del dinero a la Fundación Nacional de la Ciencia.

Los científicos europeos deberíamos aprender de este episodio una importante lección: el valor de la organización y de la unidad. Organizaciones como la Sociedad Americana de Física o las Academias Nacionales de Ciencia e Ingeniería gozan de un gran prestigio y son respetadas por los políticos por su apartidismo, moderación y servicio a la nación. No es, pues, de extrañar que cuando veintitrés sociedades como éstas hablen con una sola voz, hasta el presidente de los Estados Unidos escuche. Por el contrario, en Europa las asociaciones profesionales están atomizadas por países y, salvo alguna excepción, son muy débiles incluso a nivel nacional. En tiempos de crisis surgen voces aisladas y se hacen manifestaciones pidiendo apoyo a la ciencia, pero sin sociedades científicas fuertes detrás es imposible mantener la atención continuada de los ciudadanos y de sus representantes.

En Estados Unidos es frecuente que científicos de prestigio dediquen una etapa de su vida profesional a tareas de organización y de servicio en esas sociedades, usando su autoridad moral para unir a sus miembros y para hablar en nombre de la organización. No hay razón por la que no pudiera ser igual en Europa. Quizá pensaba también en este tipo de liderazgo un renombrado físico español afincado en el extranjero cuando decía hace unos años que en España había pocos líderes científicos -comentario que no fue muy bien recibido por los científicos en nuestro país-. Éste sería un buen momento para demostrarle que estaba equivocado.

Emilio Méndez es catedrático de Física de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook

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