Irresponsabilidad
LUIS MANUEL RUIZ Sé que las observaciones y los desaires que pueblan este artículo habrán sido formulados antes en infinidad de ocasiones y que al respecto que me anima a escribir sólo podrá lloverse sobre mojado, pero creo que es justo derrochar una cantidad razonable de tinta cada vez que un nuevo abuso aconseje colocar los puntos sobre las íes que los reclaman. El sentido común sufre cada vez que tiene que recordar cosas tan elementales y conceptos tan transparentes como los que me veo obligado a detallar: a pesar de lo cual ciertos cerebros de funcionamiento insólito y no menos insólitas razones no dejan de acribillarnos con una serie de opiniones que nos hacen suponerlos procedentes de alguna remota región extraterrestre o aislados de por vida en el famoso castillo de If, del que sólo salía uno con los pies por delante, por enfermedad o senectud. Sólo dos motivos se me ocurren a estas alturas del siglo y de la paciencia para que alguien emita un comunicado como el que ha aparecido en la gaceta de la Diócesis de Granada, conculcando la campaña estatal de prevención del sida porque incita a la fornicación y el libertinaje: esos motivos son o la maldad o la estulticia. No entraré en el combate chocando por enésima vez contra el remedio a la propagación de enfermedades venéreas que proponen nuestros venerables sexólogos del Vaticano, ni siquiera porque pueda catalogárseme entre esa franja de población que las estadísticas etiquetan como juventud y por tanto prefiera el revuelo de la carne a la abstinencia levítica; me interesa otra cuestión más subterránea, más incomprensible: los motivos para que una institución de tan amplio público y número de socios reincida en la irresponsabilidad de seguir prohibiendo el único medio seguro de prevención que conocemos contra una epidemia que cada año se cobra millares de vidas humanas. Poderosos y oscuros deben ser los intereses de la Iglesia en el control de natalidad mundial cuando condenan con tan furibundo frenesí el consumo de preservativos y estiman que el coito no supone más que una extensión de los deberes del feligrés para con los propósitos administrativos de Dios con sus criaturas. Qué lejos estamos de esas hedonistas sabidurías orientales del Ananga Ranga o del tantrismo, en que el sexo es el puente más directo para contactar místicamente con las divinidades. La Iglesia ordena a los países del Tercer Mundo que hable a sus varones de castidad: no se les ocurre mejor modo de resolver una escandalosa riada demográfica. Repito que me entristece tener que tratar este tema en este marco: desde la Revolución Francesa, se supone que el Estado es laico, que los gobiernos y las religiones, por encima del Sáhara al menos, son cosas distintas y que jamás deben interferir las unas en el campo de las contrarias. Entonces, seguramente, las cabezas visibles de ese credo religioso no deberían impugnar los dictámenes y campañas que orquesta la sanidad pública, con objeto precisamente de preservar la vida a sus propios feligreses y evitar que se les termine el negocio por falta de clientela. Que contraten en lo sucesivo una oficina de asesores sanitarios o que recapaciten: o de lo contrario, que sea el Estado quien les obligue a retractarse por atentar contra la salud nacional. Ellos verán.
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