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"Un viejo que muere es una biblioteca que arde"

El debate abierto en la Unión Europea sobre las jubilaciones anticipadas o los despidos con indemnizaciones atractivas y largos periodos de cobertura, que devoran plantillas de mayores de 40 años, me ha traído a la memoria las reflexiones que había llevado al papel, en marzo del 98, tras la primera reunión de evaluación de la Comisión "Progreso Global", encargada por la Internacional Socialista de presentar una nueva plataforma de ideas para el Congreso de París de noviembre de 1999, estimuladas por esta frase que encabeza el artículo. Pensé rehacerlas para adaptarlas al momento en que se está discutiendo este problema desde el punto de vista exclusivo de la sostenibilidad financiera del Estado de bienestar, pero he creído que tendría mayor valor respetar lo que había pensado en aquel momento. Ahí van, como la primera entrega de una serie de trabajos que van a resumir el debate abierto, en paralelo a la iniciativa conocida como "tercera vía", para analizar el fenómeno de la globalización y sus efectos:

"Ibrahim Boubakar Keita irrumpió en el debate pasándome una nota con esta expresiva frase:`En mi cultura se dice que un viejo que muere, es una biblioteca que arde´.

Discutíamos sobre los desafíos y oportunidades de la revolución tecnológica en curso con Martine Aubry, viceprimera ministra del Gobierno francés, intelectualmente inquieta, brillante en sus análisis; Rolando Araya, dirigente costarricense, preocupado por introducir los efectos de las nuevas tecnologías en nuestros proyectos educativos; Milos Zeman, representante de la nueva izquierda en Chequia, que busca el rumbo de los países del centro y del este de Europa, liberados del "paraíso comunista", que arrasó libertades e interrumpió su desarrollo potencial durante más de medio siglo; Bubakar Keita, presidente de Malí, uno de los países más castigados por la pobreza, por la deuda externa, que advierte sobre la necesidad de conocer y respetar las pautas culturales de África; Gro H. Brundtland, que fue durante años primera ministra de Noruega y autora de un magnífico informe sobre desarrollo y medio ambiente; y Fatalá Ualalú, socialista marroquí, que pasó inmediatamente a ocuparse del Ministerio de Finanzas, entre otros miembros de la comisión.

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Nuestra conversación nos condujo al análisis de los diferentes comportamientos de las sociedades occidentales, africanas y orientales, en relación con el trato a los mayores, como una de las expresiones de la solidaridad.

La globalización económica y financiera, su impacto en la reestructuración industrial, en la destrucción de empleo, en la sostenibilidad del Estado de bienestar, eran el telón de fondo de aquel primer encuentro, tal vez excesivamente eurocéntrico. Nos detuvimos en los cambios estructurales y de contenidos políticos que se estaban produciendo en el ámbito de realización de la democracia tal como la conocemos: el Estado Nación. Analizamos la necesidad de un nuevo orden internacional, en el terreno político y de seguridad, económico, financiero y medioambiental.

Se trata de un ejercicio complejo, cargado de dificultades en una organización que abarca a más de 140 formaciones políticas en los cuatro continentes, con prioridades distintas y pautas culturales y civilizatorias muy diferentes. Debemos presentar una plataforma común, a la vez respetuosa de nuestras señas de identidad como socialdemócratas, progresistas, gentes de la izquierda plural, que contemple esas diferencias, y que sirva para ofrecer una alternativa eficaz al "pensamiento único", motor ideológico del fundamentalismo neoliberal, que coloca al mercado como valor absoluto. Se trata de globalizar el progreso social, acompañando a la globalización de la economía y de las finanzas.

Yo estaba argumentando sobre el respeto a los mayores en las sociedades de Extremo Oriente y sus efectos integradores. Por contraposición, me preocupaba la desconsideración de las sociedades occidentales, como un fenómeno que se agudiza, paradójicamente, con el incremento de la esperanza de vida, la caída de la natalidad y el paro de larga duración en los mayores de 40 o 45 años.

Se trataba de analizar los enfoques de diferentes culturas en la solidaridad, en la capacidad de integración de la gente mayor. Ahí irrumpió Bubakar Keita con la frase que podía convertirse en una idea fuerza para todos, porque significaba algo más profundo que respeto por la tradición oral.

Un golpe serio, pensé, para la arrogancia exhibicionista occidental de modelos de solidaridad. Algo que va más lejos que el debate económico de la sociedad del bienestar y sus problemas de sostenibilidad. Me obligó a repensar nuestros comportamientos, incluso en las tareas de gobierno que habíamos desempeñado durante catorce años de esfuerzo para iniciar ese Estado de bienestar que constituía nuestra referencia básica en política social. Recordé una frase de José María Maravall, cuando discutíamos con la derecha la Ley de Pensiones no Contributivas: "La dignidad de una sociedad", decía, "se mide por el trato que da a sus ancianos". Podríamos añadir a los más débiles, sean niños, viejos o gentes con dificultades físicas o psíquicas.

Pero el problema no es sólo económico, sino cultural, ético, civilizatorio. La pensión para todos, como un mínimo garantizado que asegure la supervivencia, es, sin duda, necesaria y, si lo demás no se obtiene, se exige al menos esto, como refugio de autonomía en la soledad. Otras sociedades, africanas o asiáticas, no están en condiciones de asegurar una pensión, pero dan todo lo demás a los mayores: respeto creciente con la edad, consideración como biblioteca viva, cargados como están de experiencia y sabiduría. Se les escucha y esto les estimula para seguir estando vivos, activos. No esperan la llegada de la muerte aparcados al borde del camino, sentados al sol. Viven, hasta el último aliento, con la dignidad de sentirse cada día más respetados, integrados en su entorno vital.

Miremos con atención hacia nuestro modelo de solidaridad y veamos lo que significa lo que llamamos con orgullo "Estado de bienestar" para los mayores. Pensemos, incluso, qué consideramos ser mayor en nuestras sociedades, porque el problema tiende a agudizarse.

En muchos casos, jubilación es lo contrario de júbilo, aunque se produzca rebasados los 65 años. Significa apartamiento de la sociedad, con frecuencia de la familia, aislamiento y espera. Significa pérdida de consciencia de utilidad para los demás, angustia porque lo que se aprendió durante toda la vida se convierte en algo que lo acompaña, pero que nadie recibe, porque no se apre

cia. La jubilación es espera sin esperanza en las sociedades occidentales desarrolladas. La vejez como enfermedad, no como madurez. El efecto psicológico es devastador. Pero estamos acostumbrados a que la vejez es así, que no tiene remedio. Demasiadas veces viejo y estorbo significan la misma cosa para los otros. ¡Cuánto capital humano perdemos con nuestra ceguera! ¡Cuánto sufrimiento inútil infligimos a los mayores!Exaltamos los valores de la juventud, pero también de manera contradictoria. Invertimos en formación, en educación, pero no fomentamos la iniciativa personal con riesgo, ni abrimos oportunidades de empleo.

El problema de los mayores tiende a agravarse desde la perspectiva financiera, no sólo por razones demográficas, sino porque el que pierde su empleo después de los 40 años corre el riesgo de ser considerado "mayor" y no volver a entrar en el mercado de trabajo. Pero estar o no estar en el mercado de trabajo parece significar lo mismo que estar o no estar en la sociedad, cada vez más saturada de viejos jóvenes.

Si esta situación se plantea después de los 50 años, sólo se piensa en la duración del seguro de desempleo y en conectar este periodo con la prejubilación. Con treinta años por delante de "esperanza de vida" se pierde algo más que renta, se plantea un problema más serio que el económico. Se pierde integración social y familiar. Se pierde el estatus de manera definitiva.

Conocí en Japón a un ejecutivo de una gran empresa que había cumplido 93 años. Se había jubilado, por decisión propia, unos años antes y trabajaba con un equipo interdisciplinar en la investigación de ¡la ciudad de los años 2020 a 2030! Era el año 1985. El hombre sabía que no conocería esa ciudad que estudiaban, pero no tenía ningún problema, porque se sentía realizado anticipando lo que creía un futuro mejor para los suyos. Fue este relato el que provocó la intervención de Bubakar Keita, reivindicando la cultura africana.

Toda la reflexión venía a cuento por el impacto que produjo en mí su pequeña frase. La solidaridad nos obliga a redistribuir: bienes materiales, educación, asistencia sanitaria... Pero, ¿cómo redistribuir valores? Y, ¿en qué dirección?

La globalización, como revolución de la información que nos acerca a la aldea global, puede ayudarnos a ser menos arrogantes como occidentales. Hemos perdido cosas importantes en nuestras sociedades, que otros tienen fuera de lo que consideramos mundo occidental. Podemos desarrollar el diálogo buscando el logos, porque tienen tanto o más que darnos que nosotros a ellos. Al menos, en lo que importa: la solidaridad como algo más que redistribución de bienes materiales".

Aquí acabaron aquellas notas de marzo del 98. El debate abierto en nuestra realidad del euro y del Plan de Estabilidad no puede cosificarse, por importante que sea el problema futuro de la sostenibilidad financiera. Observen, por ejemplo, que los responsables de los ajustes laborales suelen ser mayores de la edad que consideran límite para el mantenimiento de los otros en las empresas. No se sienten humanamente concernidos por la acción de exterminio laboral que producen y trasladan al Estado que repudian, por intervencionista, las cargas que generan.

Nos urge reabrir una reflexión seria sobre las consecuencias a medio plazo de este modelo. ¿Qué sociedad nos espera en el siglo XXI? ¿Cómo entenderá la izquierda la solidaridad? ¿Cuál será el paradigma de la verdadera sostenibilidad de la economía emergente de la revolución tecnológica en curso?

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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