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A la búsqueda de la verdad perdida

Ahora, en Kosovo, el crimen se encuentra en pleno triunfo. El mundo conoce tan sólo la punta del iceberg. Pronto se estremecerá al tener acceso a la entera verdad. Ésta no tardará en llegar, y entonces serán muchas las personas que no podrán dormir tranquilas. Ismaíl Kadaré, El infierno está en Kosovo, EL PAÍS, viernes 30 de abril de 1999. ¿Han oído ese grito? ¿O estará destinado a perderse como un eco más en la barahúnda de voces que atruenan nuestros oídos cada día ante la guerra de Kosovo?Vivimos llenos de escudos protectores. ¡"No nos dicen toda la verdad"!; como si eso fuera posible, como si existiera toda la verdad. ¡"No tenemos toda la información"!; como si alguien la tuviera. ¡"Se practica una doble moral"!; como si existiera una ética de lo absoluto. Queremos dormir tranquilos hoy, salvando nuestra distanciada responsabilidad, y mañana, cuando la verdad esencial del horror se nos revele en su plenitud y digamos que nadie nos advirtió. Temo que no estemos escuchando, aunque oigamos; que no miremos, aunque veamos, a las columnas interminables de refugiados, deportados, expulsados de sus hogares de siempre, con una extraña composición demográfica: muchas mujeres, ancianos y sobre todo niños. Pero faltan muchos hombres. Se ve, si se mira con atención; se escucha, si se oye con compromiso. Hay un iceberg del horror.

Es esta verdad en forma de grito, previa a la reflexión, la que me ha golpeado. No comparto todo lo que dice Kadaré; por ejemplo, cuando responsabiliza a todos los serbios, pero tampoco lo necesito, porque comparto lo esencial: la solidaridad, la compasión ante una injusticia que no necesita ser explicada para sentirla, para rebelarse contra ella: se está exterminando a una población. ¿Qué explicación necesitamos para reaccionar a tiempo, si es que estamos a tiempo, o ya, para que no soportemos un llegar más tarde todavía?

No se detengan en los argumentos impresentables, que colocan a Milosevic como víctima de la OTAN por ser de izquierdas. Es una indigna justificación, a toro pasado, de los crímenes de Stalin, en nada diferentes a los de Hitler. Como si fueran de derechas los albaneses de Kosovo masacrados por millares o deportados por centenares de miles. Es una estúpida clasificación, llena de peligros, entre derecha e izquierda, digna de los fundamentalismos ideológicos que han destrozado este siglo.

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Otros de más enjundia, como el que afirma que aquí se interviene y en otros lugares no, o como el que dice que Rusia se va a sentir humillada y amenazada, merecen más atención. También la merecen los que piensan, de buena fe, que fue la intervención de la OTAN la que provocó el desastre humano que estamos contemplando, o en la crisis implícita del orden internacional representado por la ONU, o que no se debía haber permitido a Milosevic llegar tan lejos.

Pero, después de atenderlos todos, resuelvan, porque Kadaré nos transmite la verdad esencial, aunque haya muchas más verdades parciales que nos llenan de incertidumbre. Nos transmite aquella verdad que se anticipa a la necesidad de razonar, de reflexionar, porque pone ante nuestros ojos un valor o un interés previo, profundamente humano. Si lo hacen, si se atreven a hacerlo, llegarán al compromiso ético básico, no absoluto, de que hay que parar el genocidio.

Comprendo las dudas, como las de Umberto Eco, como las de Manuel Castell, como las de tantos y tantos amigos en España, en Europa, en América Latina, confusos ante los perfiles de esta guerra, frente a las certidumbres inconmovibles de los que disponen de un código de señales fijo, que les permite una posición segura y previa, porque -creyentes o no- se sienten en posesión de la verdad absoluta. Yo también pienso que no se interviene en otros lugares, pero eso no justifica que no se haga aquí, aunque haya, ¡que no es fácil!, situaciones comparables. Aquí que no hay petróleo, aquí que no hay riqueza, aquí que no hay grandes intereses estratégicos, aquí que se podría haber mirado para otro lado, con el argumento despectivo de que los Balcanes son así desde hace siglos. Porque si es en el Golfo, ya se sabe, dicen los bienpensantes, lo que buscan los americanos, o los europeos. Todavía resulta increíble que se diga que no se busca ni petróleo, ni dinero, ni defensa de la religión (no es santa esta guerra, como ninguna lo ha sido, ni lo será); que pueda ser la primera guerra de este terrible siglo XX, ya casi fenecido, que se produce por vergüenza. Vergüenza de seguir contemplando, impasibles o impotentes, el comportamiento del sátrapa con mayor responsabilidad en el desastre humano de la implosión yugoslava.

Yo también pienso que a Rusia se le ha creado un problema con esta intervención, por mucho que haya compartido, desde el primer momento, la necesidad de parar a Milosevic. Pero me gustaría recordar que el pueblo ruso, como todos los pueblos de la antigua URSS, conoce bien lo que significa la existencia de personajes capaces de hacer deportaciones masivas, operaciones de exterminio de poblaciones enteras. ¿Por qué los rusos habrían de sentirse humillados por una intervención que trata de parar un comportamiento semejante al que Hitler, primero, y Stalin, después, tuvo con ellos? Para Rusia, después de la caída de la Unión, el problema más serio, la humillación más profunda, se relaciona con la pérdida de las fronteras de Pedro el Grande y sus salidas al mar, por el norte y por el sur, y no con Yugoslavia, que contemplaron bajo el paraguas de la OTAN desde los tiempos de Tito y de Breznev. Yo he vivido el hartazgo de los representantes rusos ante un Milosevic que ha despreciado, una y otra vez, las resoluciones de Naciones Unidas, de la OSCE, del Grupo de Contacto, todas ellas participadas, como protagonistas, por los representantes rusos.

Yo también creo que la intervención precipitó los acontecimientos. Es más, ya los precipitó la retirada de los observadores de la OSCE, cuando Milosevic se negó a firmar un acuerdo de autonomía respetuoso de la identidad de los albanokosovares, que les fue arrebatado arbitrariamente en el 89, cuando empezó todo. Observadores que no debieron desplegarse desarmados y convertidos en rehenes internacionales, en una más de las cesiones a la intransigencia de Milosevic. Pero no es posible logísticamente provocar tan enorme desplazamiento de población, con la perfección salvaje de la limpieza étnica, en un plazo como el que hemos visto, sin una preparación previa de mucho tiempo. En mayo del

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pasado año, cuando comparecí ante el Consejo de Asuntos Generales de la Unión Europea, ya tenía, creo que teníamos, la certidumbre de que la película del horror había empezado y repetía la que habíamos visto en Bosnia, entre el 92 y el 95.

Yo también creo que la ONU debería haber rematado la faena que comenzó con sus contundentes resoluciones frente a Milosevic y que aparece cuestionada porque la cobertura de la intervención es insuficiente o discutible. Pero es más cierto que el veto, como anacronismo que explica otra época, impide que ONU pueda ejercer con coherencia la representación de la comunidad internacional.

El propio secretario general ha hecho una propuesta de cinco puntos, coherente con las resoluciones del Consejo de Seguridad que le sirven de antecedente y de sustento. Si Milosevic la rechaza y, llevándola al Consejo alguien con derecho a veto impide su aprobación, el sátrapa de los Balcanes se sigue burlando de todos. Es este tipo de personajes, más el trasnochado sistema de funcionamiento, el que pone de manifiesto la crisis de Naciones Unidas, a pesar de ello imprescindible para todos.

Yo también pienso que se ha actuado tarde y con fallos, sobre todo garantizando a Milosevic que no habría intervención por tierra, es decir, que no se llegaría hasta el final. Pero no puede servirnos de justificación elusiva para que se retrase aún más o definitivamente. Decía Azaña que si cada español opinara de lo que sabe, y sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio. El valor de su reflexión, me temo, traspasa nuestras fronteras, pero hay acontecimientos, como el que estamos viendo sin querer mirarlo, que no necesitan un grado de información, de estudio, como el que pretendía Azaña. Son aquellos que afectan a valores, a intereses humanos, como los contenidos en el grito de Kadaré. Acontecimientos que nos exigen un compromiso, aquí y ahora, con lo concreto, aunque nos inquiete hoy, para que podamos conciliar el sueño mañana, cuando se nos muestre la totalidad del iceberg. ¿Quién no tiene dudas, salvo los sectarios o los fundamentalistas que disponen de una ética de lo absoluto? Pero estas dudas no pueden servir de escudo para seguir manteniendo el relativismo descomprometido, de los que miran para otro lado, o exhiben su sabiduría racionalista distanciada, cargando contra tirios y troyanos; para contemplar la batalla desde arriba, contabilizar las bajas y seguir culpando a los demás, sin que nadie merezca ser salvado de la hoguera de su agudeza crítica.

Me duele porque son mis amigos, me duele porque comprendo y comparto algunas o muchas de sus críticas, aunque me las reserve para mejor ocasión. Pero me duele, sobre todo, porque mañana vamos a tener que seguir buscando explicaciones a nuestro tibio compromiso o a nuestra falta de compromiso, con más y más argumentos brillantes, que nos permitan conciliar el sueño ante el horror. Me quedo con la verdad humana de ese grito, más que con las sesudas razones que nos ayudan a escapar de ella.

Y, en el fondo, lo que más me duele es pensar que una vez más el responsable de esta situación llegue a firmar la "paz", gane tiempo como especialista en supervivencia y... comience de nuevo.

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