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Las subvenciones no crean empleo

La idea de que las subvenciones crean o mantienen puestos de trabajo es ampliamente compartida. Se trata, sin embargo, de un entusiasmo unilateral, porque se habla de los aspectos positivos de las subvenciones, nunca de los negativos.Superficialmente, la cuestión es clara: una determinada actividad es sostenida mediante subvenciones, con lo que se crean puestos de trabajo manifiestamente visibles; si dicha subvención es suprimida, los puestos de trabajo, evidentemente, se pierden. Con esta lógica se formulan cálculos para todos los sectores subsidiados de la economía, con vasta difusión en los medios de comunicación, defendidos por los políticos de todos los partidos. En la minería o la agricultura o las televisiones públicas se despliega una singular maestría aritmética para computar los puestos de trabajo que están en juego. Puro sentido común.

Pero si las cosas fueran lo que parecen, dijo Marx, no habría ciencia. Bastaría el sentido común. Y en la economía las cosas son mucho más complicadas de lo que parecen.

La intervención económica del Estado es asimétrica: hay partes del problema fácilmente visibles y otras no. Una parte oculta de las subvenciones son los impuestos. Pero entonces la misma lógica que nos lleva a concluir que una subvención crea empleo nos permite conjeturar que el impuesto recaudado para pagar esa subvención destruye empleo.

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Mientras el empleo creado por la subvención es nítidamente visible, el empleo destruido por los impuestos no se ve. Tenemos que deducirlo. El grado de eficiencia de una economía es por necesidad heterogéneo y siempre existen empresas cuya eficiencia está en el margen admitido por el mercado, y trabajadores cuya contratación depende de ese mismo margen en esas empresas o en otras. Así, un incremento de impuestos puede llevar a esas empresas marginales a la quiebra o impedir la creación de empresas nuevas o causar el despido de algunos trabajadores o impedir la contratación de otros.

De esta manera, la subvención que crea empleo puede estar al mismo tiempo destruyéndolo, o impidiendo o dificultando su creación en algún lugar de la economía. ¿En qué lugar concreto? Aquí entra a jugar la asimetría: es imposible saberlo.

Ya, dirá usted, pero si no se le puede ver ni cifrar, ¿cómo estoy yo tan seguro de que el balance de empleo no es positivo? Alguien podría aceptar mi argumento, matizar la conclusión popular y defender en cualquier caso las subvenciones, porque, como no hay forma de saber cuál es el saldo final, es legítimo suponer que la creación de empleo gracias a las subvenciones es mayor que su destrucción merced a los impuestos.

Es un punto interesante, pero no invulnerable. Veamos. ¿Qué es una subvención? Es una suma de dinero de los ciudadanos que éstos no pueden gastar libremente; las autoridades la extraen y la canalizan hacia destinos seleccionados fuera del mercado. Para demostrar que esa redistribución crea empleo hay que probar que las pesetas gastadas por los políticos se gastan de forma más eficiente y productiva que las pesetas gastadas por los ciudadanos. Tenemos múltiples razones para dudarlo, teóricas pero también empíricas: no son las economías con más impuestos y subvenciones las que descuellan en la creación de empleo; sí lo son, en cambio, aquellas donde los trabajadores tienen más libertad para decidir qué hacen con su dinero.

Soy consciente de que mi argumento tampoco es inexpugnable y no quiero sentar cátedra, ni en este tema ni en ningún otro. Por poner un ejemplo que podrá resultar escandaloso viniendo de un liberal: me parece evidente que el Estado del bienestar tiene también efectos positivos sobre el crecimiento y el empleo; sí creo que en su actual dinámica y extensión el saldo de todos los efectos no es positivo, y defiendo la urgencia de contemplar todas sus facetas, más y menos visibles.

Volviendo a las subvenciones, hay otra parte muy importante de las mismas que también está oculta, y es que no son neutrales. Cabe argüir que en su expansión artificial de determinadas actividades dan lugar a un oneroso sistema plagado de ineficiencias, trampas y toda suerte de incentivos perversos, que premian una mala asignación de recursos y reducen la productividad global de la economía y, por tanto, su capacidad de generación de empleo. Este aspecto tendría validez incluso si las subvenciones fueran gratis. No lo son jamás, claro, aunque a veces se las aplaude con un argumento análogo y escasamente europeísta, según el cual las subvenciones son buenas ¡porque las pagan otros europeos!

Parece, pues, que la asimetría, cuya denuncia es el objeto de este artículo, tiene como mínimo alguna entidad y sirve como mínimo para arrojar una sombra de duda sobre la verdad presuntamente obvia de que las subvenciones crean empleo.

La dificultad de percepción de dicha asimetría se agiganta si tomamos en consideración la enorme diferencia de los estímulos que animan a los protagonistas de esta historia. Por eso, le pido que la próxima vez que vea las ruidosas manifestaciones que organizan los que cobran subvenciones piense usted en los millones que las pagan y en los pocos estímulos que tienen a salir a la calle a protestar por los impuestos y el paro que dichas subvenciones les causan.

Para terminar apaciblemente, y para que no me acusen de bárbaro ultraliberal, creo que no se deben, repito, no se deben eliminar todas las subvenciones mañana de un plumazo. Me atengo a mis clásicos, a la máxima política de no hacer daño y a la fina sabiduría de Solón, que tanto admiraba Adam Smith: sostuvo el griego que el mejor sistema legal y político no es el mejor sistema posible, sino el mejor que el pueblo sea capaz de asumir. Eventualmente, las subvenciones se reducirán por el mismo camino por el que se han privatizado las empresas públicas, salvaje propuesta "ultraliberal" hasta hace pocos años y que hoy es aceptada de modo generalizado.

En el caso de las empresas públicas, el debate abierto sobre ellas acabó por desplazar el consenso hacia la privatización. Quizá suceda lo mismo en el futuro con las subvenciones. Y un primer paso para clarificar ese debate es empezar a cuestionar el dogma de que las subvenciones crean empleo.

Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.

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