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Tribuna:LAS NEGOCIACIONES CON LA UE
Tribuna
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España y la política agraria común

La política agraria común (PAC) de la Unión Europea (UE) se encuentra, tras cerca de cuarenta años de funcionamiento, de nuevo en proceso de cambio. La experiencia comunitaria muestra que las reformas sólo se emprenden cuando lo exigen poderosas razones internas y externas y concluyen casi siempre en el último momento útil. Éste puede ser el caso en las negociaciones actuales sobre la Agenda 2000, presentada por la Comisión Europea el 15 de julio de 1997, que aborda las perspectivas de desarrollo de la Unión y sus políticas (incluida la PAC), la ampliación y el marco financiero más allá del año 2000 y, en particular, sobre sus propuestas de reglamentos agrarios presentadas el 18 de marzo.Las posibilidades de actuación de España ante estos nuevos cambios en la PAC deben partir de la propia naturaleza de la agricultura en la UE, caracterizada por la integración. Algunos antecedentes especialmente relevantes para España como su ausencia en la creación de la PAC, su ingreso tardío en la Comunidad Económica Europea (CEE), el trato muy duro sufrido en las negociaciones de adhesión y los desarrollos en relación al sector agrario en el Estado de las autonomías deben también tenerse muy presentes.

La CEE es uno de los primeros ejemplos de inclusión de la agricultura en un proceso de integración de mercados nacionales. No se hace únicamente suprimiendo aranceles y otras barreras a la importación, sino que exige, además, un ajuste de las políticas nacionales, y reduce su autonomía. Antes de la firma del Tratado de Roma en 1957, los seis Estados fundadores habían desarrollado sus propias políticas nacionales que garantizaban a los agricultores la venta de sus productos a precios superiores a los del mercado mundial a través del cierre de los mercados nacionales y la intervención. El sector agrario jugó desde el principio un papel prominente en la construcción europea y los Estados cedieron parte de su soberanía nacional en beneficio de la Comunidad. Las divergencias en los intereses nacionales originadas por la integración sólo podían resolverse con la puesta en práctica de un esquema institucional apropiado, como así se hizo. España, dadas sus condiciones políticas del momento, no pudo participar en la creación de la CEE ni, por tanto, en el diseño y elaboración de la PAC. Ingresó en 1986, en el momento y en las condiciones ofrecidas por una Comunidad formada ya por 10 Estados. Esta ausencia durante un periodo tan largo y decisivo para la creación y desarrollo de la PAC ha constituido un handicap muy importante. Las negociaciones fueron difíciles y produjeron unos resultados que no pueden considerarse totalmente satisfactorios en el capítulo agrario. La adhesión contribuyó de manera muy importante a la irreversibilidad del proceso de cambio democrático y el Tratado de Adhesión fue ratificado por unanimidad en el Parlamento español.

Junto con la integración de España en la CEE, que implicó una transferencia de competencias nacionales en agricultura, la política agraria española se ha visto afectada por la transformación del modelo de Estado, a partir de la Constitución de 1978, que se ha traducido en la existencia de 17 comunidades autónomas a las que la Administración central ha transferido, durante los años ochenta y noventa, la mayor parte de sus funciones, fondos y funcionarios relacionados con el sector agrario, incluido el pago de las ayudas del Feoga-Garantía a partir de 1996.

Desde su adhesión a la Comunidad, España participó plenamente en el desarrollo y aplicación de la PAC; se abrió también la posibilidad de renegociar desde dentro algunos aspectos concretos que no tuvieron solución satisfactoria en las negociaciones de adhesión, lográndose cambios en algunas de las condiciones establecidas. Los acontecimientos comunitarios ocurridos entre 1986 y 1995 han supuesto oportunidades importantes para la negociación. En el sector agrario, además, se han presentado ocasiones en los ejercicios anuales de fijación de precios, los paquetes de medidas agrarias que suelen presentarse al final de cada presidencia semestral, las reformas de la reglamentación en sectores importantes o las reuniones mensuales del Consejo de Ministros de Agricultura.

El proceso de construcción europea emprendido hace más de cuatro décadas puede considerarse irreversible, a pesar de las dudas que todavía suscita el desarrollo político incipiente de la Unión; la participación de España es también definitiva. La agricultura española está integrada en la de la UE y hoy ya no tiene sentido discutir sobre las condiciones en que lo hizo, ni lamentar que no hubiera sucedido mucho antes, para haber podido así participar en la creación de la PAC. El proceso autonómico y las transferencias de competencias sobre agricultura a las comunidades autónomas son también incuestionables.

La PAC ha sido uno de los primeros motores de la unidad europea, aunque haya ido perdiendo peso político en paralelo a la pérdida de peso económico relativo de la agricultura; hoy es muy distinta a la inicial y también a la que España encontró tras su adhesión, y seguirá cambiando. Las políticas de ayudas directas están sustituyendo a las políticas agrarias tradicionales de apoyo a los precios y tendrán todavía que definir mejor sus objetivos, incrementar su eficiencia, desligarse cada vez más de la producción y tener en cuenta la multifuncionalidad de la actividad agraria. Se están debatiendo ya propuestas de reglamentos que pueden dar lugar a nuevas medidas en relación a las ayudas. Hay que tener en cuenta que el peso de las subvenciones comunitarias en la renta agraria en España ha llegado al 30%, aunque repartidas muy desigualmente según regiones y productos, y que las ayudas comunitarias al sector agrario español se han aproximado en los últimos años al billón de pesetas anuales.

Para aprovechar la nueva reforma de la PAC y enfrentarse con éxito al futuro parece necesario actuar decisivamente en tres áreas de política agraria española: en las decisiones que se van a adoptar próximamente en la UE, en su aplicación por la Administración nacional competente y en la utilización de los grados de libertad que la PAC deja todavía a los Estados miembros.

En primer lugar, en relación al nuevo proceso de reforma de la PAC, España debe adoptar una estrategia negociadora útil y defenderla según las reglas del juego comunitario. Las limitaciones que impone a la UE su naturaleza política hacen que las decisiones tengan que negociarse entre los Estados miembros y la Comisión; las sucesivas ampliaciones han diluido la capacidad de influencia de los Gobiernos individuales, haciendo cada vez más importantes las alianzas y la cooperación en base a intereses comunes, encuadrados en una lógica comunitaria. La negociación permanente que caracteriza a la UE requiere una capacidad de influencia que hay que ejercer, de manera indirecta, ya desde la concepción de las propuestas de política comunitaria, competencia de la Comisión, tanto a nivel político como técnico. Las delegaciones nacionales en el Consejo de Agricultura y en sus órganos preparatorios deben partir de una estrategia correcta, con una toma de posición rigurosa y clara, sin olvidar que el papel de la Comisión en la discusión en el Consejo reviste una gran importancia.

Es primordial una buena coordinación interna de las administraciones nacionales, con una amplia política de consenso tanto en la elaboración de la toma de posición como en su defensa posterior. Políticos, funcionarios, organizaciones profesionales, sectores productivos e industriales y opinión pública deben trabajar en la misma dirección para llegar a una posición interna unida y no romperla. Hace falta además una amplia red de información mutua y de complicidades y alianzas con la Comisión y sus servicios y con todos los Estados miembros, no sólo con los que comparten posiciones, aportando soluciones y facilitando la formación de posiciones mayoritarias, cuando no unánimes, en base a compromisos amplios; las discrepancias, cuando se produzcan, no deberían afectar la cooperación necesaria. Así es como mejor se defienden los intereses agrarios nacionales, limitando en lo posible el recurso a comportamientos agresivos, aunque sin renunciar a ello en las situaciones excepcionales que lo exijan, a pesar del coste futuro que suele llevar consigo.

Es urgente recuperar el capital político acumulado por España desde la adhesión, que sirvió para conseguir resultados que ahora se pueden poner en cuestión, y utilizarlo para mejorar la posición de su sector agrario en la PAC. En los tres últimos años el papel de las delegaciones españolas en los ámbitos de decisión comunitaria en el sector agrario, que había llegado sin duda a ser más relevante del correspondiente a la ponderación de votos, se ha visto devaluado. Han influido sin duda los nuevos equilibrios tras la ampliación de la UE en 1995; también la percepción de pérdida de fuerza de España reflejada en el balance, en lo que se refiere a la agricultura, de su presidencia del segundo semestre de 1995, considerado inferior al de la primera en el primer semestre de 1989; pero, sobre todo, la actitud de los responsables agrarios tras el cambio de Gobierno en 1996, que quiso llevar a las instituciones y a los Estados miembros de la UE un mensaje de ruptura con el pasado reciente.

En segundo lugar, en cuanto a las relaciones entre la Administración central y la autonómica en materia de política agraria, es indispensable conseguir un esquema de funcionamiento institucional y de adopción de decisiones claro y preciso comparable al de la propia UE, que dispone de un marco bien definido (incluidas las modalidades de votación). La Conferencia Sectorial de Agricultura podría quizá convertirse en el órgano de decisión, asistida por un comité de preparación y grupos de trabajo técnicos. El Estado, responsable de las relaciones con la UE, dirigiría la conformación de posiciones nacionales sobre la PAC y ejercería la coordinación y el arbitraje. La aplicación y gestión de las medidas de la PAC corresponderían a las comunidades autónomas, aunque sin perder de vista la necesaria coordinación. En tercer lugar, es preciso definir una política agraria nacional, no residual, que compatibilice los intereses de las diferentes agriculturas españolas, obligadas a ser más eficientes y competitivas, con la atención a las demandas crecientes de la sociedad en relación a la calidad y seguridad alimentarias y a las consideraciones medioambientales y de desarrollo rural. El Estado, en base al principio de organización general de la economía, puede definir y financiar políticas dirigidas a conseguir objetivos nacionales sin más limitación que el Mercado Único y las reglas de competencia.

Hay margen de maniobra para una política nacional más allá de la representación y participación en la UE y otras organizaciones internacionales, o del papel de fuente de financiación, en las políticas estructurales, de desarrollo rural y medioambientales, en la investigación, formación y capacitación agrarias y en todas las medidas relativas a la "caja verde", al asociacionismo o a la política fiscal. Ello abunda en la necesidad de perfeccionar la delimitación del espacio de competencias entre el Gobierno central y las comunidades autónomas, no sólo para evitar conflictos sino por razones de eficacia, y de definir tareas comunes a abordar en un marco de cooperación.

La pertenencia a la UE implica evidentemente una pérdida de soberanía para los Estados miembros. La cuota de poder que queda a disposición real de un Gobierno democrático ya es, en realidad, limitada. J.F. Deniau la cifró en el 5% de los datos de la vida de un país y consideró que no era negligible ("puede cambiar la vida, en bien o en mal, o al menos la percepción que se tiene de ella"). Lo mismo puede decirse de las posibilidades de España para actuar en el marco de la PAC, según las reglas comunitarias, organizarse internamente y aprovechar al máximo el margen de política agraria nacional. Ello exige el compromiso, exento de ambigüedad, de todos los responsables del sector.

Eduardo Díez Patier es doctor ingeniero agrónomo y experto en temas comunitarios.

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