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Un País Vasco habitable

Si alguien que hubiera visitado España en julio del año pasado volviera hoy, sin haber tenido ninguna noticia de lo ocurrido desde entonces, es muy probable que considerara obligado felicitarnos. Pensaría que, por fin, se había impuesto la razón después de aquella barbarie y que, por eso, ahora, oía que había que negociar. Y, por eso, también le sorprendería no ver muchas caras de felicidad. Sin embargo, se acordaría de que millones de personas salieron a la calle, que los jóvenes pasaron noches en vela y que ofrecían su nuca, mientras otros muchos enseñaban sus manos blancas como ya antes habían hecho cuando otro hombre fue asesinado en su despacho de la Universidad. Recordaría también que los partidos políticos habían denunciado a un grupo como cómplice del asesinato ante el que toda España se había movilizado y que iban incluso más allá, porque consideraban a aquel grupo como participante en el diseño criminal de lo que había ocurrido. Y decidieron aislarle. Pero todo aquello -supondría él- había pasado y era lógico que ahora algunos propusieran sellar el final. Acababa de llegar y lo que quería ver era un importante museo -de eso, sí se había enterado- con una plaza a sus puertas dedicada en memoria de un ertzaina. De esta historia lo único ficticio es la conclusión del visitante. Ante tal fracaso de la lógica -también de la lógica democrática-, el estupor de este turista accidental sería tal vez más intenso, pero no sustancialmente distinto al de quienes se preguntan qué ha ocurrido para que haya que sentar a la mesa a los que entonces había que aislar; por qué los cómplices se convierten ahora en interlocutores ineludibles. Es evidente que ETA y su mundo no han cambiado. Es posible que los asesinos de Tomás Caballero, José Ignacio Iruretagoyena y José Luis Caso sean -literalmente- los mismos que mataron a Miguel Ángel Blanco. Pero, como no creo que el desaliento haya podido penetrar tan dentro del ánimo de los demócratas, ni creo tampoco que la movilización de nuestra sociedad sea un espejismo, alguien debe ofrecer una explicación razonable de por qué parece que desistimos de seguir avanzando juntos. En un camino que la voluntad de los ciudadanos ha trazado tan claramente.En el País Vasco tenemos que resolver un déficit y llenar un vacío. El déficit es, sin duda, democrático, pero nada tiene que ver con un sistema político que ha hecho posible el nivel de autogobierno de que dispone, gracias a un proceso que se inicia con la voluntad mayoritaria de los españoles en apoyo de la Constitución. Es la carencia que provoca la amenaza, el chantaje, la presión mafiosa sobre los ciudadanos, la violación de la ley. En definitiva, todo lo que ETA es y representa, todo lo que quiere perpetuar y extender con sus cómplices. Frente a eso, no hay otro objetivo que devolver a la sociedad lo que le corresponde: la tolerancia, el respeto y la dignidad para conseguir una democracia sin mártires en la que nadie pueda pensar que el heroísmo sea el precio que algunos tienen que pagar por su libertad.

Si esto ocurre en el umbral del siglo XXI, después de 20 años de andadura democrática y en un momento clave para nuestro futuro, no culpemos al cansancio de un esfuerzo que todavía está pendiente de hacer. El vacío que llena el terrorismo es la ausencia de un proyecto colectivo que los vascos puedan compartir y que tiene que asentarse sobre el pilar político de su autogobierno y el pilar social de su pluralidad. Personalmente, me he empeñado en llevar hasta el final, sin reservas ni prejuicios, el compromiso con el desarrollo del estatuto, con la actualización del concierto económico, con la superación de agravios pendientes de nuestro pasado más doloroso, buscando ampliar el espacio de acuerdo. Es un esfuerzo que estoy convencido que hay que seguir realizando, sin que deba preocuparnos el beneficio táctico que otros quieran extraer de este trabajo de estabilidad y diálogo.

Lo que sí me preocupa es la aportación que tenemos que hacer para conseguir un País Vasco habitable para todos, cuya pluralidad excluye proyectos únicos y permite asumir identidades que no están condenadas a un conflicto irresoluble. Contamos con el instrumento fundamental del estatuto, al que se llega desde una Constitución que recupera la memoria institucional vasca y con la que los españoles hemos querido y sabido resolver querellas históricas por las que pagamos un precio muy claro. No inventamos nada, simplemente estamos dispuestos a andar la parte del camino que nos toque para que el único proyecto de convivencia que no fracase sea el que todos podamos defender.

Sólo hay una condición: que pongamos sobre la mesa el esfuerzo que cada uno está dispuesto a hacer, nacionalistas y no nacionalistas. Pensemos, como problema, en los miles de vascos que todavía apoyan la violencia. Pero pensemos, sobre todo, en muchísimos otros vascos, que son muchos más, que apoyan la libertad y la democracia y cuentan con las dos para poder seguir siéndolo.

No olvido que, después de estas consideraciones, nuestro visitante se encuentra todavía sin respuesta. Le diría que tengo la convicción de que la violencia no se puede gestionar, ni con la mejor de las intenciones. Queremos verla acabar. Si elevamos nuestra mirada, será posible que todos, de nuevo, veamos lo mismo y compartamos la misma ambición.

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