'Fans' en la Gran Vía
Ocurre con frecuencia, más de lo que algunas feministas desearían. Son los impulsos atávicos de las llamadas quinceaneras -vocablo dado de alta en el Diccionario de la Lengua- que se reúnen en tropeles o enjambres ululantes cercando terminales de aeropuertos, hoteles, emisoras de radio y de televisión para recibir al actor, cantante o grupo rockero notorio. Las mujercitas del mañana. Alguna abuela conservará el botón de la bragueta o de la casaca charra que llevaba Jorge Negrete el día de su milagroso descenso, en carne mortal, sobre la estación del Norte. Eran las fans, entonces y ahora, contracción desdeñada, hasta el momento, por los académicos.Abreviatura inglesa, dicen, de fanatic, viene, como casi todo, del latín. Fanaticus eran llamados los sacerdotes del templo de Cibeles, Belona o Isis, por los frenéticos transportes con que desempeñaban su ministerio; fanum es templo, y fanor, enfurecerse, ponerse fuera de sí. Tan se vacían de sustancia las pobrecitas fans que les sobreviene el desvanecimiento cuando la guitarra eléctrica estimula sus histéricas entrañas. La pista concatenante aparece evidente en el vocabulario latino-español que redactaron, en 1867, don Raimundo de Miguel y el marqués de Morante; éste fue magistrado del Supremo, y don Raimundo, catedrático de Retórica y Poética en el Instituto de San Isidro. ¡Cielos, de allí sí que salían bachilleres!
No se nos interprete mal, pues procuramos atenemos, con el mayor respeto, al nombre de las cosas. La expresión histeria, en el vero sentido etimológico, confiere atribución estrictamente femenina. Sí; pues para la ciencia médica los desarreglos neuráticos, la, histeria, traían su origen de las alteraciones de un órgano femenino: el útero, hysteros en griego original.
La otra mañana una turba de muchachas se arracimaban en las cercanías de la Red de San Luis, a la puerta de los estudios de la SER. Todas enfundadas en vaqueros, más o menos deslavados, podían ser clasificadas en dos grandes grupos: las que masticaban chicle y las que acababan de pegarlo debajo del tablero de una mesa o en el asiento del autobús. Algo más las homogeneizaba: el intermitente aullido, instantáneamente coreado. Me abrí paso entre la juvenil muchedumbre, embriagado durante unos instantes por la fragancia núbil de las acaloradas chavalas. Regresado de la tarea que allí me llevó, continuaban arreboladas, vocingleras, emitiendo agudísimos trémolos de entusiasmo y expectación. Sospechaba lo que esperaban, aunque maldito me importaba si era un solista, los Nuevos Chicos del Bloque o los mismísimos Paul McCartney o Ringo Starr, aunque malicio que ya son prehistoria. Personalmente, acabo de hacerme adicto al gregoriano duro de los monjes de Silos.
Crucé la Gran Vía, a la espera del autobús. Quien crea que los madrileños -de nación o transeúntes- han perdido el talante campechano y sencillo, caminan poco. En las paradas de los transportes de superficie se intercambian frases, opiniones ligeras, algunas críticas -fundadas, en su mayoría- hacia la eficacia municipal y las genéricas consideraciones acerca del tiempo, mucho más variadas que en el Reino Unido, donde la alternativa va de lo malo a lo peor. No podía faltar el comentario sobre el guirigay de la acera de enfrente. Una señora, cuyo aspecto delataba como destino el barrio de Salamanca, lo interpretó como una reivindicación laboral. "Deben ser de la Telefónica, que están en huelga". Intervino un joven con aspecto de representante y los mocasines agrieta dos: "No lo creo; faltan los eslóganes, no se oyen es lóganes". Un mendigo forastero merodeaba en la cola, informando que acababa de salir de la cárcel y le urgía tomar un bocadillo de mortadela. "A ésas les están dando aire caliente los maderos", errónea apreciación, pues no se apercibía la presencia de los guardias.
"Para mí", comentó un jubilado recién llegado, "que algún chalado quiere tirarse del octavo piso". En ese momento, el griterío hirvió. Un cóctel de punzantes sonidos proclamaba la aparición de los ídolos; como pudieran producir una tribu de indios rompiendo las defensas de Fort Apache, el horror ante las grietas de un terremoto o el asalto un primer día de grandes rebajas. Acerté a distinguir el despavorido bulto de cuatro o cinco mozos rubios, poniendo a salvo los enfundados instrumentos musicales, a través del encrespado temporal de 200 adolescentes y la espuma agitada de 400 codiciosas manos.
"El tributo a la fama", me dije, al tiempo que el instinto de conservación obligó a sujetarme con energía a la barra del autobús cuando se puso en marcha con un brinco que lanzó al jubilado hasta el fondo del vehículo. ¡Las fans, fantásticas fans!
Eugenio Suárez es escritor.
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