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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Buscarse la vida (6)

Los hoteles que acogen la prensa en los puntos conflictivos del planeta se revisten a menudo de una aura legendaria y romántica como necesario contrapunto a la dureza y dificultades de la labor cotidiana de los cronistas, fotógrafos y equipos de televisión: así, el noble y sereno American Colony de Jerusalén Este, con su hermoso patio, microclima y espacios de encuentro, verdadero oasis de calma después de las horas tensas, plagadas de violencia o incidentes, consagradas al rodaje de la Intifada.

El Holiday Inn de Sarajevo excluye por su configuración y estructura toda tentación de romanticismo: el inmenso vestíbulo es en realidad un patio central de una altura de doce o trece pisos con el techo horadado de tragaluces. Su primera impresión de templo se desvanece a la vista de las tres grandes columnas de cemento que lo sostienen, su minibar central tocado con una especie de parasol listado en forma de cabaña polinesia o extravagante sombrero de rayas verdes y rojo-amarillas, directamente importado de Disneylandia.

La puerta lateral clausurada, los vidrios resquebrajados o cubiertos de parches de plástico de Unprofor, una escalerilla de mano eternamente adosada al muro son signos inquietantes de una situación de anormalidad. Rótulos indicativos del Restaurante Internacional, Restaurante Bosnia, Restaurante Herzegovina, Highclub, Casino, Duty Free Shop, Exchange, Cafetería, evocan tiempos de prosperidad infinitamente remotos. Su actual y único comedor, exiliado al entresuelo, es la antigua sala de coloquios. Visto al amanecer, desencajado y lívido, el Holiday Inn, cuyos pisos dan al vestíbulo como las galerías y celdas de una gran cárcel, parece una metáfora de la ciudad, prisión de lujo plantada en medio de un vasto campo de concentración de presos en régimen abierto, esos habitantes de Sarajevo que hacen cola pacientemente con sus bidones a la espera del camión cisterna en el único rincón del hotel protegido de los francotiradores. Sólo de noche cuando falla la luz eléctrica, el parpadeo de las velas y volubilidad de las lámparas de bolsillo —como señales nocturnas de contrabandistas o carabineros— crean una ilusión más aguijatoria y amena de cripta modernista erigida en honor de algún ser superior justiciero y abstracto.

Al final de la tarde, sus asientos morados, con una vaga apariencia de arácnidos, soportan no sólo el peso de los periodistas y miembros de asociaciones de ayuda humanitaria -únicos clientes del hotel- sino también el de sus auxiliares e intérpretes, así como el de un grupo selecto de jóvenes y menos jóvenes bosnios capaces de pagar en dólares o marcos el precio de una cerveza o de una copa de alcohol. Pese a las frecuentes redadas de civiles aptos para empuñar el fusil como la llevada a cabo semanas antes en el lugar -igual que en los escasos cafés y bares abiertos de la ciudad- por los hombres de Musan "Saso" Topalovic, uno de los comandantes más radicales y turbulentos de la Armía, los evasores y emboscados del frente han vuelto a reaparecer discretamente en las zonas del vestíbulo servidas por el minibar.

La guerra -y, en general, todas las situaciones extremas- muestra como un revelado fotográfico la índole moral e identidad secreta de quienes la viven: su cobardía o coraje, rectitud o carencia de escrúpulos, abnegación o egoísmo. Sarajevo es un microcosmos en el que por la conducta y acción cotidiana cada cual descubre su hilaza. La desdicha y miseria de unos -la inmensa mayoría- aprovecha y enriquece a otros. Mientras centenares de jóvenes bosnios aguantan en sus trincheras del monte Igman o la colina Zuc el martilleo devastador de los obuses de Karadzic mal pertrechados y hambrientos, otros frecuentan los locales en donde se paga exclusivamente en divisas y amasan fortunas en el mercado negro.

Una visita al centro de la ciudad durante las pausas de los artilleros chetniks es singularmente aleccionadora. En el mercado cubierto y tenderetes y corrillos de compraventa de la avenida del Mariscal Tito se apiñan centenares de personas agitadas o exhaustas a la caza de toda clase de productos. A lo largo de la acera, los contrabandistas o sus hombres de paja ofrecen a los viandantes pastillas de jabón, pasta dentífrica, latas de conserva, chocolate, diversas marcas de cigarrillos. Un poco más lejos, otros peatones consultan las propuestas de intercambio pegadas a las paredes o los avisos necrológicos con las fotografías de los difuntos.

En compañía de Alma, me aventuro al interior del mercado y averiguo el precio de cuanto está en venta: un paquete de galletas, 10 marcos; una cajetilla de Marlboro, 12; tres pilas de radio, 15; un kilo de azúcar, 40; un litro de aceite, ídem; un kilo de harina, 10. Si se tiene en cuenta que un médico de hospital gana 10 marcos al mes, el salario medio oscila entre 3 y 5 y los jubilados del ejército o maquis de Tito solamente 2, la pregunta que viene a las mentes -¿de dónde diablos saca la gente el dinero?- lleva consigo la evidente respuesta: si todos los sarajevitas sufren de las consecuencias del asedio, una minoría de ellos sufre menos que los demás.

En el mercadillo frontero el panorama es idéntico: paquetes de leña, latas de pepinillos, hojas de afeitar. Algunos venden verdura, coles, zanahorias raquíticas de sus huertos o cultivos caseros en las habitaciones desventradas por la artillería o las bañeras inútiles. Otros, peritas, cerezas y frambuesas cosechadas en sus jardines. Como en el mercado cubierto, abundan los enlatados de rosbif y otros tesoros con el emblema de la Comunidad Europea, procedentes de la ayuda humanitaria.

Hace poco más de un año, el periodista de Oslobodenj Zlatko Dizdarevic escribía en su "Diario de guerra"*: "Los franceses y canadienses [de Unprofor] han llegado hoy al aeropuerto de Sarajevo para asegurar el suministro regular de los contrabandistas de latas de conserva. El resto, lo distribuirán entre la gente honrada". La verdad que entonces chocó a más de uno es hoy un hecho común y corriente, expuesto a la luz pública: algunos miembros de Unprofor se enriquecen con ese lucrativo negocio y el rumor general apunta a ellos con el dedo. Acogidos a su llegada como salvadores, son un año después objeto de un menosprecio o rabia no disimulados. Dicho sentimiento, que algunos podrían calificar de ingrato, Dizdarevic lo aclara con ironía: "¿Por qué, en efecto, no nos mostramos agradecidos? (...)

¿No disponemos acaso de la posibilidad de salir de la ciudad con los cascos azules mediante una buena pila de dinero? ¿No podemos comprarles dichosamente unos litros de gasolina si contamos con los fondos necesarios?". La brutalidad del cerco y tensiones que crea, han empujado a un buen número de asediados, sobre todo croatas y serbios, a buscar la salvación en la huida. Según cifras divulgadas por la presidencia bosnia, 1.300 y pico de personas con familiares residentes en el extranjero tienen el permiso oficial de salida; pero Unprofor no ha querido hacerse cargo de la protección del convoy de fugitivos a través de las zonas bajo control de Karadzic por temor a las exacciones y pillaje de sus huestes, con el pretexto (!risum tenestis!) de no contribuir de forma indirecta a la limpieza étnica.

Mientras la tradicional atmósfera de convivencia multiconfesional orgullo de los sarajevitas se degrada lenta, pero inflexiblemente, el número de personas ansiosas de huir del cerco aumenta de día en día. La desaparición de un conocido cirujano de origen serbio de la clínica de traumatología del hospital de Kosevo —comidilla de los corresponsales de guerra durante mi estancia en la ciudad— se llevó a cabo, conforme a la opinión general, por medio de las tanquetas de Unprofor. Según informes recogidos por mis colegas, grupos de milicianos radicales y bandas incontroladas compuestas por refugiados de otras zonas cuyos hogares y familias fueron quemados y diezmadas por los chetniks, acosan a los ciudadanos de origen serbio y los arrastran a la primera línea del frente.

La frase dubitativa de la testigo de los horrores y matanzas de Vishegrad acerca de la eventual convivencia futura con los autores y cómplices de los hechos refleja una postura, minoritaria aún pero con tendencia a extenderse y ganar adeptos. "Si no hay salida, la gente se vuelve peligrosa, cada uno lucha por su vida, pierde el respeto a los demás y se animaliza", dijo en mi presencia un artificiero de la Armia mutilado por la explosión de una granada, al ser entrevistado por Alfonso Armada. La mortandad del asedio impuesto por los fundamentalistas panserbios y la verificación cotidiana del abandono y traición de la ONU y la Comunidad Europea minan el espíritu de tolerancia y cosmopolitismo propios de Sarajevo.

La defensa heroica por parte de la presidencia bosnia y los musulmanes y demás fieles de Alia Izetbegovic de una ciudadanía común frente a la concepción homogeneizadora y tribal de sus adversarios croatas y serbios pierde constantemente terreno a medida que aprieta el cerco y la desesperanza cunde. La tensión psíquica de las 380.000 personas atrapadas en la ratonera crece de día en día y cristaliza en un sentimiento de cólera y frustración respecto a Unprofor.

La decisión de enviar una ayuda humanitaria a las poblaciones aterrorizadas y hambrientas ha salvado, sin duda, numerosas vidas. La presencia de los cascos azules ha impedido con certeza la ejecución de nuevas y más odiosas matanzas. Pero ese papel de buen samaritano de unas fuerzas escasamente armadas y expuestas de continuo a la agresión y chantaje de los ultras de Karadzic, las ha convertido primero en espectadoras y luego en cómplices mudas de los agresores.

Unprofor no ha impedido nunca —a causa de la estricta misión que le fue asignada— el martirio de Sarajevo ni el de las demás "zonas de seguridad" establecidas sobre el papel en el burlesco acuerdo de Washington. Peor aún, la permanencia de los cascos azules sirve de argumento macizo a los partidarios de la no intervención militar y enemigos del levantamiento del embargo de armas que castiga cruelmente a las víctimas. Cualquier acción violenta, sostienen, pondría en peligro la vida de los soldados de Unprofor y funcionarios del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La ayuda humanitaria internacional es esgrimida así como arma para vedar a los asediados de Sarajevo su legítimo derecho a la defensa.

Mientras, en violación de todas las leyes internacionales, Clinton arroja sus cohetes sobre Irak invocando el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas y ese acto es acogido con "comprensión" por las cancillerías occidentales, esas mismas cancillerías niegan obstinadamente a los musulmanes bosnios el recurso a dicho artículo -el derecho a la legítima defensa- que les per mitiría al menos, como dicen, "morir con dignidad". Argüir que el envío de armas para salvar a un país agredido prolongaría inútilmente la guerra y sufrimiento de los pueblos debería hacer enrojecer de vergüenza al honorable negociador comunitario lord Owen: sin el suministro masivo de armas del presidente Roosevelt a Gran Bretaña, la guerra habría podido concluir en efecto en 1941 con una pax hitleriana como ahora concluye con la de los criminales de guerra serbios. La resistencia de Churchill a aceptar las "nuevas realidades" creadas en el mapa, ¿sólo prolongó la guerra y sufrimientos de los pueblos europeos?, ¿o no salvó acaso a éstos del yugo insoportable de la barbarie?

La política occidental de dos pesos y dos medidas, manifiesta ya en los casos de Kuwait y Palestina, se desvela de nuevo crudamente en el de la difunta Yugoslavia: las 37 resoluciones y 30 declaraciones del Consejo de Seguridad de la ONU tocantes a la agresión serbia han ido a parar directamente a la papelera. ¡"Zonas de seguridad" bombardeadas a diario sin respuesta alguna, ayuda humanitaria sometida a peaje o cortada por los guerreros de Karadzic! ¡Francotiradores apostados en los edificios y colinas contiguos a Sarajevo que disparan y seguirán disparando a niños y mujeres con toda impunidad! ¿Alguien moverá un dedo para detener su cuidadosa labor de limpieza? El área en la que acaecen tales hazañas no figura en las zonas de "interés vital" de Estados Unidos ni de la Comunidad Europea. El valor de un bosnio es inferior al de un barril de crudo. Los musulmanes y demás Fieles al Gobierno de Sarajevo expían así su único crimen: pertenecer a un país sin pozos de petróleo.

*Journal de guerre, Ed. Spengler, París, 1993.

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