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Tribuna
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La diabolización de Azaña

Revolución Francesa y Cortes de Cádiz serán dos grandes acontecimientos conectados que anuncian, formulan y extienden -en Europa y en España- un nuevo régimen político y una nueva ideología. Nuevo régimen, en oposición al tradicionalismo y estamentalismo, que no será otra cosa que el inicio de la contemporaneidad modernizadora. En nuestro ámbito, cortes y prensa ("los papeles periódicos") provocarán asimismo el nacimiento de la opinión pública y, consecuentemente, la aparición de un nuevo lenguaje político. Esta modernización, con sus avatares y frustraciones, será entendida en nuestro país con una particularidad, es decir, de dos maneras opuestas: como salvación y como diabolización. La carga teológica dominante facilitará una inevitable extrapolación simbólica: lo no tradicional, lo innovador, lo moderno, será mistificado y diabolizado por los sectores absolutistas (políticos) e integristas (religiosos), que formarán frente común. Diabolización que afectará a países (Francia, la impía), a ideas e ideologías (filosofía, francesismo, democratismo) o a personajes (de Voltaire y Rousseau a Napoleón: todo en el mismo saco). E inmediatamente la diabolización foránea dará paso a la diabolización autóctona: nuestros doceañistas, liberales, reformistas o jansenistas no escaparán a esta acusación, que tendrá consecuencias vitales posteriores: exilio, destierro o cárcel, al restablecer, en dos ocasiones, Fernando VII el absolutismo del altar y del trono. Y no se librarán nuestros primeros liberales modernizadores de los castigos, a pesar de sus invocaciones religiosas constitucionales, de sus reglamentaciones electorales con misas solemnes y tedeum; a pesar, en fin, de consignar en el texto gaditano que la religión católica es y será perpetuamente la de la nación, única verdadera, con exclusión de cualquier otra (artículo 12). El libro del capuchino Vélez, ideólogo desaforado del absolutismo fernandino, con título ingenioso y actual, El preservativo contra la irreligión, es muy instructivo para ver el comienzo de la teologización política contemporánea.Esta concepción, maniquea y agustiniana, de buenos y malos, de ángeles y diablos, será, con altibajos, una constante en todo nuestro siglo XIX: las guerras civiles, además de dinásticas y sociales, fueron también cruzadas -guerras santas-. Pero, sin duda, en nuestra última gran guerra civil -cruzada por excelencia- será en donde, con santa pasión, se renovará este fenómeno y adquirirá carácter paradigmático: nuestro fundamentalismo indígena superará con creces a los actuales fundamentalismos islámicos.

De entre todas las personalidades políticas e intelectuales de nuestros años de guerra y posguerra civiles, incluyendo a socialistas y liberales, anarquistas y comunistas, Azaña -izquierda burguesa, moderada e ilustrada- será el referente máximo de esta teologización política: decir Azaña es decir diablo. Sólo Maquiavelo, el imaginativo y, a pesar de ello, diligente funcionario florentino, con amplitud europea, pero también condenado por nuestro barroco austracista, es comparable a Azaña en la recepción de dicterios infernales y satánicos.

¿Por qué Azaña de modo especial? Por una razón que tiene su lógica: Azaña es, ante todo, no sólo la modernidad, sino también la modernidad viable. En el enfrentamiento global, de modernidad y tradición, que lleva a polarizaciones sin aceptar neutrales o posiciones de centro, y que en nuestra II República se manifestará dramáticamente (como antes en Weimar: "¡Ay de los neutrales!", dirá perversamente Carl Schmitt), Azaña, en efecto, representa una opción política que podía ser posible: superar el tradicionalismo reaccionario e instalar, en conjunción con el socialismo democrático, a la sociedad civil española en la modernidad europea. Rechazar la tradición -en su contenido de subdesarrollo político, cultural y económicono significa propugnar la revolución social: Azaña se mantendrá siempre en el marco de un liberalismo social y progresista. Debelar la tradición -el oscurantismo religioso, el casticismo nacionalista y populista, el centralismo burocrático, la militarización de la sociedad- es, de esta manera, adentrarse en una modernidad que, gradual y pacíficamente, pudiese resolver los seculares problemas españoles: crear y reforzar un Estado integral (en términos actuales, un Estado autonómico y democrático), dentro de una socedad abierta, tolerante y participativa. El antitradicionalismo de Azaña es, pues, el intento de racionalizar la utopía. A pesar de datos comunes -sobre todo, la conciencia de la política como virtud y como ética spinoziana-, entre Azaña y Tierno Galván, en dos contextos distintos, habrá una diferencia notoria, en el campo intelectual, aunque no en el político (posibilismo, gradualismo): en Azaña, la utopía es razón; en Tierno, la razón es utopía; de aquí la utopización libertaria tiemista del marxismo.

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El proyecto personal, más que partidista, de Azaña -los partidos, en el esquema azañista, son instrumentos coyunturales: piensa más en ligas, movimientos, frentes- era cómo entrar en la modernidad, y esto, así considerado, tenía una peligrosidad inmediata mayor que las opciones revolucionarias. La opción revolucionaria aislada podía verse menos viable: dialécticamente, creaba la contrarrevolución, que en el fondo era la pretensión, consciente o inconsciente, de las fuerzas no democráticas. Conjugar, por el contrario, radicalismo, moderantismo y progresismo era deslizarse hacia un consenso dinámico: la modernización como resultado. De aquí que el papel de Azaña era imprescindible, como proyecto simbólico y efectivo, en esta operación de fondo de la República; y de aquí también, y por esta razón, que Azaña será, primero, considerado como el enemigo, y más tarde, como el culpable. Ni siquiera la frustración del proyecto, como le ocurriría al doceañismo gaditano, salvará a Azaña de su estigma diabólico: la razón y la utopía serán sustituidas por el irracionalismo y la represión. Azaña, neorregeneracionista, representante lúcido de una generación ilustrada y progresista, no triunfó, pero abrió caminos: ésta es, sencillamente, la gran lección histórica de un intelectual digno y de un político íntegro. ¿Es necesario todavía que descanse en el exilio?

es catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense.

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