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Vieja corrupción

Hace medio siglo, el historiador británico sir Lewis Mamier -un marxista al revés, como le definió Edward Thompson- infligió un duro golpe a la complaciente visión del siglo XVIII inglés demostrando que su sistema político estaba asentado no en una racional organización de partidos, sino en una compleja red de relaciones familiares y de amistades personales. El sistema, la old corruption, a la que el mismo Thompson ha dedicado páginas inspiradas, fue el primer resultado de sustituir el poder señorial por el de una nueva clase capitalista agraria y comercial que, adueñándose de los resortes administrativos y legales del moderno Estado nacional, aprobaba leyes y distribuía recursos atendiendo los intereses más inmediatos de un reducido círculo de amigos y parientes.A pesar de las mitologías sobre la libertad, la fraternidad y la igualdad universales, old corruption fue también el origen de los Estados herederos de la Revolución Francesa. Cuando Luis Felipe, llamado rey burgués, proclamaba enriqueceos como consigna de su reinado, no hacía más que avisar a la nueva clase de capitalistas y financieros que el Estado nacional surgido de la Revolución y de la guerra estaba a su servicio. El progreso dentro del orden -lema de los padres fundadores de la sociología- cubrió con un manto de racionalidad lo que no era sino sustitución del absolutismo por los intereses concertados de un puñado de nuevos amigos.

Por supuesto, se trataba de clases sociales que actuaban en mercados muy limitados y sumamente protegidos: eso explica, por una parte, la capacidad de conducir sus negocios por medio de relaciones de parentesco y de clientelismo y, por otra, la directa utilización del Estado para hacerlos progresar. Sólo la ampliación del mercado y el crecimiento de la burocracia pública, acompañados por la extensión del voto a todos los ciudadanos y el establecimiento de la inmediata responsabilidad política de los diputados ante sus electores, marcaron los límites y el fin de aquella old corruption que se adhirió como una lapa al naciente Estado moderno. Mercados que desbordaban el control familiar, sociedades sólidas en su democracia y fuertes en su administración pública hicieron disfuncional la reproducción de las prácticas clientelistas y nepotistas propias de la vieja corrupción. No que no exista corrupción, sino que las instituciones no pueden ser como tales, en su estructura y en su funcionamiento, old corruptas.

En España las cosas han ido por similar camino en los orígenes, aunque con algunas peculiaridades significativas que han determinado un futuro diferente. A falta de un pujante capitalismo agrario y comercial como el británico, y de una burguesía de negocios como la francesa, aquí hemos disfrutado de lo que Costa llamó oligarquía y caciquismo, conceptos que tienen el inconveniente de todas las definiciones sumarias, pero que expresan bien el tipo de vieja corrupción que sirvió de salsa al nacimiento del moderno Estado español. El cacique político local que falsifica los resultados electorales y administra sin control de la sociedad recursos públicos para la defensa de los intereses de sus más allegados, y al servicio de un puñado de oligarcas, define con exactitud lo que fue en su origen el Estado nacional español.

Oligarcas, caciques, partidos turnantes, funcionarios cesantes y elecciones fraudulentas componían hasta bien entrado el siglo XX un cuadro en que la vieja corrupción no era sólo posible, sino necesaria: el sistema no podía funcionar de otra manera que no fuese por el entramado de redes amiguistas y familiares. Pero lo peculiar de nuestra historia fue que sobre ese sistema, y mientras nuestros vecinos europeos experimentaban los procesos de internacionalización del mercado, democratización de la sociedad y burocratización del Estado, se consolidó en España un mercado protegido, una sociedad de amigos y un Estado nacional bajo la vigilante mirada de un gran padre -no importa cuál fuese su estatura física y su catadura moral- que arbitró durante 40 años las inevitables disputas de aquellos hijos suyos que formaban las familias del régimen.

Lo característico de España no ha sido, pues, el origen old corruption de su Estado moderno, sino su permanencia durante la mayor parte del siglo XX y, con ella, el permanente desprestigio caído sobre el oficio de político. Jamás hasta 1977 -si se exceptúa el breve período republicano- necesitaron aquí quienes llegaban a los Gobiernos de legitimidad alguna. No teniéndola, y libres de la urgencia de alcanzarla, era inevitable que el Gobierno se confundiera con el Estado, identificando así, por redes amiguistas, la política con la distribución de los recursos públicos hacia intereses privados. Tal confusión es la raíz histórica de nuestra vieja corrupción, que afecta a la sociedad en idéntica medida que al Estado y que sólo puede romperse cuando, por una parte, el Estado deja de proteger pequeños mercados e intereses locales, los Gobiernos carecen de poder discrecional sobre la administración pública y la sociedad puede controlar, uno a uno, a sus representantes políticos; o sea, cuando el mercado es internacional, el Estado es administración racional de recursos y la sociedad es democrática en el control del aparato político.

Es en este terreno donde los políticos de la democracia han frustrado más hondamente las expectativas que en ellos había depositado la sociedad. No que sean corruptos personalmente: la mayoría, obvio es decirlo, no lo es; sino que de su presunta racionalidad como reformadores del Estado podía esperarse que hubieran roto los nudos de la vieja corrupción. No lo han hecho: es impresionante hasta qué punto la amistad, por no hablar del parentesco, sigue siendo entre nosotros un valor político. Y así hemos perdido en estos años la ocasión de que el oficio de político alcanzase aquella dignidad que la vieja corrupción le había negado en su origen, como demuestra Alfonso Guerra cuando afirma que nada le sentaría peor que verse definido como político profesional: prefiere pasar por profesor frustrado, lo que realmente está al alcance de cualquiera, antes que por un profesional de la política. Señal de que la expresión político profesional -única manera de ser hoy político, excepto cuando a la profesionalidad se prefiere la chapucería o el amiguismo- evoca todavía, aunque otra pueda ser la realidad de cada cual, la presencia de nuestra vieja corrupción, esa dama ciertamente indigna que merodea por la política desde el mismo origen de los Estados modernos y cuyo espinazo estamos aquí todavía por quebrar.

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