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Madariaga

Entre otras instituciones, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y el Ayuntamiento de La Coruña van a conmemorar., con acierto, el centenario del nacimiento de don Salvador de Madariaga, gallego y cosmopolita, liberal y autor prolífico, que nació en La Coruña en 1886. Permitirá, así revisar la obra literaria y periodística, histórica y política, de una personalidad singular y, de esta manera, tanto los que lo conocieron como los que no lo conocieron, coadyuvar a tener un marco más, claro de nuestra historia cultural contemporánea.Yo me encuentro entre los que no conocieron personalmente a Madariaga. Pero sí, por mis aventuras políticas, tuve relación epistolar con él, allá por el año 1969, cuando don Salvador era ya octogenario, pero todavía lúcido, entusiasta y volterianamente caústico. Mi contacto epistolar-político fue a través de doña Victoria Kent. Enrique Tierno y yo colaboramos, por aquel tiempo, en realidad desde 1963, en la revista Ibérica, que dirigía esta persona excepcional, Victoria Kent, y que financiaba una gran liberal, hispanista y filántropa americana: Louise Crane. Don Salvador, en su retiro activo en Suiza, enviaba periódicamente artículos y notas políticas, siempre agudas, y formaba parte del comité, de honor de la revista junto, entre otros, con un norteamericano ilustre y socialista histórico: Norman Thomas.

Así, desde este foro intelectual de encuentro que era Ibérica recibí la primera carta de Madariaga. Estaba yo, involuntariamente, en Ayna, un pueblecito manchego, hermoso y alejado, en donde, a raíz del estado de excepción franquista, fui confinado en enero de 1969. Iniciamos de esta manera, por cortesía suya, un intercambio de opiniones, cartas que lamentablemente he perdido. Pero, en todo caso, recuerdo algunos temas que planteaba frontalmente -Madariaga podía ser irónico, pero no críptico- y que, en cierta medida, eran constantes ideológicas, de antes y después de la guerra civil, desde su obra literaria o política: su concepción de la democracia limitada, pero liberal; su pacifismo internacionalista, aunque enmarcado en un claro eurocentrismo, y su ambivalencia o crítica hacia el socialismo y, sobre todo, al comunismo.

Por aquellos años, los cincuenta y los sesenta, la imagen de Madariaga para los jóvenes universitarios del interior de España era doble: por una parte, representaba el modelo de un exiliado clásico anti-franquista, de un antifranquismo sin concesiones, republicano tenaz y liberal histórico, y, por otra parte, un intelectual, entre académico atípico y, sobre todo, divulgador eficaz, conocido y estimado por sus obras sobre América (Cortés, Colón, Bolívar) y por su libro, ampliado, sobre España, que, por su contemporaneidad, tanto ha influido en los medios políticos e intelectuales europeos (se editaría, primero, en inglés) y que, más tarde, serviría de base para otras historias más académicas. Por mi dedicación a la ciencia política, yo conocía también un libro curioso suyo (Anarquía o jerarquía), que, por azar, había encontrado en la Universidad de Puerto Rico. Este libro, que apareció en plena república, en 1934, me había sorprendido por sus tesis semicorporativistas. En aquella paz caribeña, entre exilio académico y vendimia económica, Tierno y yo descubrimos este eslabón último del regeneracionismo residual que, con todas, las contradicciones y ambigüedades, en cierto modo encarnaba Madariaga. Tierno andaba también con este tema (había publicado ya su Costa), y yo trabajaba sobre la primera etapa del Araquistáin neorregeneracionista, que publicaría más tarde.

Madariaga fue, sin duda, un hombre singular, incluso en el marco de las grandes singularidades del primer tercio de nuestro siglo. Un ingeniero de minas, como era, que se dedica al periodismo y a la literatura, a la investigación y divulgación históricas y a la novela satírica o utópica (La camarada Ana, Sanco Panco y, muy anteriormente, La jirafa sagrada o el búho de plata, obra utópica cuyo género es infrecuente entre nosotros (afortunadamente, con Miguel Espinosa, en su Escuela de mandarines, nos pondremos a nivel europeo en esta especial literatura política). Al mismo tiempo, Madariaga tiene una intensa vida política y diplomática: diputado del partido de Casares Quiroga, la ORGA, vicepresidente de las Cortes constituyentes, embajador en Washington (muy breve) y París, y, sobre todo, funcionario internacional y, más tarde, delegado permanente (embajador at large, que es lo que, en verdad le gustaba) en la Sociedad de Naciones, en Ginebra.

Pero, por encima de todo, Madariaga era un hombre de letras, comprometido y crítico honesto y lacerante, en el sentido francés del término. Su curiosidad intelectual y sus aventuras políticas se conjugan de una manera peculiar. Por supuesto, ni tenía una ambición política, ni pretendía una profesionalización partidista: era un independiente liberal, pero comprometido. Inglaterra y Francia serán sus ejes cultural-políticos, no Alemania, y Europa su obsesión y paradigma. Fue así un precursor europeísta (del movimiento europeo, más tarde) y un eurocentrista clásico. América, del Norte o del Sur, será visitada siempre desde esta perspectiva europea y, en gran medida,

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Madariaga

Viene de la página 13elitista: su intento de actualizar la Europa de las Luces del siglo XVIII.

Madariaga puede entenderse, casi identificarse, con Montesquieu y, especialmente, con Voltaire, pero no, desde luego, con Rouseau. Desde esta base, intentaría aproyar activamente su internacionalismo pacifista y en parte utópico: la Sociedad de Naciones será siempre su gran centro de atención política.

Su europeísmo liberal y pacifista le convierte, en efecto, en un cosmopolita sin fronteras. Curioso, vivaz y desenfadado, utilizará una categoría muy usual en la literatura política de todo el regeneracionismo español: el "carácter" de los pueblos. Concepto, con su contenido, entre veraz y arbitrario, que pone en marcha con habilidad e ironía. A veces, también con frivolidad, pero más aparente que real: tomada a la manera crítica de Voltaire o de los moralistas ingleses. La anécdota y la paradoja -incluso, el retruécano- surgen siempre en sus páginas. En la novela utópica que he citado antes, La jirafa sagrada, no muy feminista, pero sí, como toda utopía, moralizante," Madariaga es un gran defensor de la paz y de la tolerancia. De alguna manera, cuando se produce la polarización de la guerra civil española, es políticamente coherente y, al mismo tiempo, transaccional (en su segunda parte de su España acentuará más las críticas a la izquierda, liberales y socialistas). Optará por el exilio permanente, será enemigo total del franquismo desde su liberalismo moderado, pero también irá propugnando la tercera vía o la tercera España. En esto se aproxima a Ortega, pero tendrá más compromiso explícito liberal: Madariaga elige la lucha; Ortega, más escéptico, opta por el silencio y la distancia.

Tal vez este cosmopolitismo, este europeísmo liberal y pacifista, armónico y tolerante, que recuerda la búsqueda kantiana de la paz perpetua, se deba -además de ser gallego emigrante- a algo singular entre los españoles de nuestro primer tercio del siglo XX: su mayor aproximación al idioma y a la cultura inglesa que a la alemana. El intelectual común de entonces conocía, desde luego, el francés -cultura hegemónica y dominante-, pero escasamente el inglés y su cultura. Maeztu y Araquistáin son excepciones y, curiosamente, ambos autodidactas, no enmarcados académicamente. Madariaga lee, habla y, lo que es inusual, escribe inglés y francés, y muchos de sus libros o ensayos salen primero en estas lenguas.

Singularidad también en otra cuestión: en una época de nacionalismos ascendentes, será un internacionalista-europeísta entusiasta desde un clásico liberalismo. Sus reservas a los imperios nacientes (Estados Unidos y la Unión Soviética) serán notorias, pero también pragmáticas y transaccionales: la necesidad de coexistencia. Europa, sin embargo, es la clave mediadora: desde Europa ver, organizar animar el mundo.

En este sentido, en su cosmopolitismo liberal está su gran singularidad. No tanto en su diversidad de penetración en campos intelectuales y políticos. Era frecuente, en efecto, que un literato o jurista fuera activista político y autor de ensayos, novelas o incluso teatro. Azorín o Maeztu, Azaña o Araquistáin son algunos ejemplos. La cultura se entendía más abierta y no necesariamente especializada: había curiosidad sin limitaciones. Madariaga era, así, un hombre de su tiempo. Su singularidad radicará, frente a sus coetáneos, en ver España desde Europa y el mundo desde Europa. Naturalmente, una idea de España inviable y una Europa que perdía ya su hegemonía tradicional.

Una investigación correcta para conocer a fondo la ideología política de Madariaga exigiría ver no sólo sus obras más estrictamente políticas (Anarquía o jerarquía, La angustia de la libertad), sino también estudiar su periodismo político -incansable escritor de artículos y notas-, sus obras literarias e históricas y sus memorias, para tener una visión de conjunto de sus constantes y variables que conforman su techo ideológico.

Creo que metodológicamente hay dos criterios para situar a Madariaga: desde la reducción o desde la generalidad. Uno no excluye al otro, pero me parece más completo el segundo. Por ejemplo, Gonzalo Fernández de la Mora ha dedicado un capítulo a Madariaga en su obra Los teóricos izquierdistas en la democracia orgánica, lógicamente bien construida, pero que exige un planteamiento más genérico. Es decir, literalmente, G. Fernández de la Mora tiene razón en un extremo formal: tanto Madariaga, como otros intelectuales-políticos de su generación (incluirle, sin embargo, como izquierdista me parece sutilmente irónico), eran partidarios, en efecto, de un cierto organicismo social, que se deriva del krausismo / regeneracionismo, y que, sin duda, se acercaban a una democracia semicorporativa. Lo que resulta exagerado es extrapolar esta tendencia considerándolos precursores del franquismo. La literatura semántica (democracia orgánica) hay que situarla en un contexto histórico-ideológico. Sobre esta cuestión, Tierno, Ollero, Elías Díaz, entre otros, han entrado en el tema. En otras palabras, Madariaga, arquetipo de liberal europeo y moderado, hay que situarlo entre dos coordenadas: una exterior y otra interior, estrictamente española. Muy brevemente como resumen de este artículo me voy a referir a ellas.

La exterior, o europea, coincide con la tendencia generalizada de corregir y encauzar la democracia liberal clásica de los embates de sus contradicciones políticas y económicas: disfuncionamiento del parlamentarismo y tensiones sociales agudizadas. Se buscan soluciones desde dentro de la democracia: el caso último sería, incluso después de la guerra, Mendès-France. Pero, tanto liberales como socialistas coinciden en reestructurar el Estado desde la libertad y el pluralismo. La frontera entre esto y el corporativismo (autoritario o fascista) es grande. El lenguaje confunde a veces, pero no las actitudes. Es cierto que la confusión semántica fue extraordinaria: pero en la práctica, como ocurrió con otro concepto, el de "revolución", se sabía quiénes iban a hacer una revolución, y quienes querían la contrarrevolución. Esto es fundamental para comprender las décadas 20 / 30 europeas.

La corriente interna española es un dato que complementa la ideología de Madariaga. Concretamente, el regeneracionismo que, como continuación del Krausismo, está presente, en versiones moderadas o radicales, en casi todos nuestros intelectuales-políticos: desde Costa a Araquistáin, desde Ortega a Azaña. Madariaga -con su singularidad europea-cosmopolita- se inscribe también en esta línea neorregeneracionista. Regeneracionismo que es revisión y cambio, crítica y búsqueda de nuevas soluciones, pero desde la libertad. Regenerar era, así, modernizar y europeizar: pero, a diferencia de Azaña, que era rusoniano radical, o de Araquistáin, que da el salto del regeneracionismo al socialismo crítico, Madariaga, como Ortega, será un liberal clásico y moderado, aunque no excesivamente demócrata, infatigable defensor de la tolerancia y de la paz.

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