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Reportaje:

Los vecinos de la base aérea de Zaragoza, entre la indiferencia y la ignorancia

Rocío García

"Si me mata una bomba me da igual que sea americana que española", dice María Luisa Pérez, de 42 años y vecina de Garrapinillos, el núcleo urbano más próximo a la base aérea de utilización conjunta hispano-norteamericana de Zaragoza. La indiferencia de los habitantes de Garrapinillos —la población estimada es de 2.175— hacia sus vecinos forasteros, choca sobremanera con la activa oposición de amplios sectores de la población de Zaragoza y su ayuntamiento a la presencia norteamericana y la ignorancia pasiva de los militares estadounidenses mas jóvenes sobre su porvenir. Garrapinillos vive bien con los americanos, aunque todavía no ha olvidado el trágico suceso que en 1966 acabó con la vida de una joven del pueblo a manos de un oficial norteamericano de raza negra.

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La pretensión española de reducir personal militar norteamericano de las bases de utilización conjunta en nuestro territorio: no ha llegado a los oídos de los vecinos —tanto españoles como americanos— de Garrapinillos. Situado a 14 kilómetros del centro urbano de Zaragoza y a un kilómetro y medio de la base aérea, Garrapinillos conserva todo el aspecto rural de un pueblo antiguo, aunque hoy sea un barrio más de la capital aragonesa. En Garrapinillos ya no extrañan esos muchachos rubios y altos, siempre en zapatillas deportivas y con zamarras de gran peluche, tocados con gorras de diferentes colores, que han elegido como punto de encuentro el bar España, en la misma plaza del pueblo. Hoy los yanquis se sientan en una mesa contigua a la que se juega la partidita de cartas, y, cerveza tras cerveza, intentan engullir el gran bocadillo de hamburguesa con queso que ya se sirve en el bar como una especialidad más.

Sus habitantes se muestran ignorantes e indiferentes ante la posibilidad de que se reduzcan las tropas militares norteamericanas —2.300 militares en la base de Zaragoza—. Desde el mostrador de la panadería Aznar, en la calle del General Franco, María Luisa Pérez, de 42 años, es muy clara. "Mire, políticamente puede que nos perjudique, yo no lo sé, pero a los habitantes de Garrapinillos nos haría una faena, porque mucha gente les ha alquilado pisos (por los que pagan alrededor de 20.000 pesetas), hay algunas mujeres que trabajan limpiando sus casas y otras que cuidan de los niños americanos". Y en plan confidencial María Luisa apostilla: "esos niños quieren más a las españolas que a las americanas, porque nosotras somos mejores madres". De igual manera, a la estanquera María Isabel Aznar, de 43 años, ni le perjudica ni le beneficia la presencia de los americanos. "A mí no me compran tabaco", dice.

Resignación

Sobre el peligro que supone el emplazamiento de la base a tan pocos kilómetros, la mayoría de los habitantes de Garrapinillos es unánime al afirmar que "cuando llega la hora no hay nada que hacer". En este sentido, María Isabel Aznar señala con una gran tranquilidad: "Cuando nos tengamos que morir, nos moriremos y ya está". En cambio, Guillermo Roldán, de 73 años, acostumbrado desde hace mucho tiempo a cruzarse en la plaza del pueblo con los apuestos y relucidos norteamericanos. "A mí no me molestan los americanos", afirma, "pero cuanto mas lejos mejor".

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La misma tranquilidad demuestra el alcalde pedáneo de la localidad, Luis Bona, de 48 años, que tras unas gruesas gafas, opina: "A mí los americanos ni frío ni calor". "Se comportan bien", señala Bona, para enseguida recordar la muerte de la joven de Garrapinillos asesinada por un militar norte americano en circunstancias extrañas. "Pero bueno, creo que eso mismo puede sucederle a un español", señala Bona, tratando quizás de no echar leña al fuego.

El único ciudadano norteamericano que asistió en 1966 al entierro de la joven fue Juan Orlando Chavez, nacido hace 58 años en él estado de Nuevo México (Estados Unidos) y actualmente profesor de cultura española en el sector americano de la base aérea. "Es que a mi no me miran como a un americano", afirma Chavez.

Su mujer, Pilar Egea, de 55 años, nació en Graus (Huesca), aunque a los ocho años tuvo que huir a Francia con su madre, donde ha vivido largo tiempo y donde conoció a Juan. Después de un largo recorrido por distintas bases americanas (Tokio y Estambul), "por aquello de las raíces", eligieron Zaragoza, señala Pilar, adonde llegaron hace 13 años y de donde no piensan ya moverse.

En Zaragoza, los americanos pueden vivir como si estuvieran en Wisconsin: lo único que tienen que hacer es no salir del recinto de la base. Los que lo hacen no llevan mucha vida social. Se les puede ver en algún bar de las localidades cercanas a la base, donde la mayoría han establecido sus viviendas. Hay muchos que a pesar de llevar varios años en nuestro país no hablan ni entienden apenas el castellano. Éste no es el caso de Martin Woods, joven militar de 19 años, que hace guardia con soldados españoles en la entrada del sector sur de la base. Muy parco en palabras, Martin Woods no conoce ni ha oído hablar sobre las negociaciones entre España y Estados Unidos para reducir el personal militar norteamericano y muestra total indiferencia. "A mí me da igual estar aquí que en otro sitio".

Una novia zaragozana

A quien no le da igual es a un joven de 22 años, alto y guapo —que no quiere dar su nombre—porque se ha echado una -novia zaragozana. "La conocí cuando ella trabajaba en una tienda de modas y me gustaría quedarme aquí". Lleva en la base año y medio, donde trabaja como técnico electrónico de mantenimiento, y señala que nunca ha tenido ningún problema con los españoles.

En el bar España, en Garrapinillos, este joven intenta, salvando grandes dificultades, introducir a su amigo, también militar de 22 años, en su círculo de amigos españoles. "Yo le digo que se tiene que echar una novia", dice de su compañero, quien, con una gorra típicamente americana, mira con cierta incredulidad todo lo que le rodea.

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