Incompatibles, pero menos
EL DICTAMEN adverso del Consejo de Estado sobre el decreto de desarrollo de la ley de Incompatibilidades de la Función Pública, aprobado por el Consejo de Ministros, parece confirmar la resistencia de los altos cuerpos del Estado a la reforma de la Administración. Es probable que los argumentos del dictamen respondan a una interpretación inteligente, aunque forzada, de la letra de la ley. La torpeza con la que el Gobierno suele instrumentar jurídicamente sus decisiones sirve de ayuda a quienes utilizan esos errores técnicos para invalidar el contenido y los objetivos de las medidas reformadoras. Pero la circunstancia de que, en este caso, los letrados del Consejo de Estado sean juez y parte en la materia sometida al dictamen y que el Consejo General de la Abogacía se haya apresurado a aplaudir la artificiosa referencia al trámite de consulta con los colegios profesionales dejan entrever el sesgo parcial de un pronunciamiento revestido con los ropajes de la objetividad.Forzoso es plantear esta polémica en el marco de los proyectos de reforma de la Administración, tan tímidamente iniciados por la mayoría socialista como audazmente combatidos por los sectores perjudicados con su aplicación. Los intereses corporativos, instalados en el entramado de la Administración fraguada bajo el franquismo (servidora de una política que hacía burla del Derecho), temen perder ahora el privilegio de mantener dos sueldos del Estado o de simultanear sus retribuciones públicas con otras ganancias en la actividad privada. El argumento de que algunos de los afectados por las nuevas medidas no son funcionarios en sentido estricto carece de validez. El artículo primero de la ley afirma explícitamente que su articulado se aplicará a todos los que desempeñen actividades en el sector público, categoría en la que se incluyen todo tipo de servicios administrativos, los órganos constitucionales, la Seguridad Social e incluso las empresas en que el Estado participe directa o indirectamente con más del 50% del capital.
La derogada ley de UCD, a la que los socialistas llamaron ley de compatibilidades, admitía el ejercicio simultáneo de dos empleos públicos, siempre que uno fuese a tiempo parcial. Su aplicación dio lugar a la formación de 35.000 expedientes, de los que 10.000 de los declarantes fueron autorizados a mantener dos empleos. Ahora, esos 10.000 funcionarios tendrán que, abandonar su segundo puesto, al cumplirse el 24 de abril el plazo de tres meses establecido por la propia ley para optar por un solo empleo. Sin embargo, hasta los últimos días sólo un centenar había renunciado al segundo o tercer puesto, tal vez porque la mayoría de los afectados se proponían apurar el plazo hasta el máximo. En cualquier caso, esa generalizada actitud podría fácilmente ser interpretada como una seria resistencia a la nueva norma. Uno de los problemas que afloran es que el ministro de la Presidencia todavía sigue indagando cuántos funcionarios hay, dónde están e incluso cuánto cobran. ¿Cómo el jefe de una empresa tan descomunal como la Administración pública podría reorganizar racionalmente y con eficacia el trabajo de sus empleados sin saber siquiera en qué mesa se sienta cada cual? La ley de Incompatibilidades comienza a aplicarse a ciegas. Incluso el ministro Moscoso ha reconocido que resulta imposible adelantar cifras aproximadas de los eventualmente afectados.
La raíz de los males de la función pública se halla en un sistema tradicionalmente permisivo, que trataba de compensar los bajos sueldos de las nóminas con la tolerancia hacia el pluriempleo y la baja productividad. Esta situación está lejos de haber sido corregida y continúa siendo el caldo de cultivo de la picaresca y el incumplimiento. Para llevar adelante la reforma de la Administración, de la que la ley de Incompatibilidades es sólo modesto comienzo, no basta con la imagen represiva de una Inspección General de Servicios armada con un ordenador. Es preciso que el Gobierno se plantee la necesidad de retribuir satisfactoriamente a unos funcionarios a los que, en adelante, va a exigir dedicación completa, responsabilidad laboral, incompatibilidades estrictas y razonable rendimiento.
La política de aplazar las consecuencias de la aplicación de la ley de Incompatibilidades, concediendo aquí y allá facilidades para que los afectados se vayan adaptando según su buena voluntad a la nueva situación, está llena de riesgos. Resulta razonable que se establezcan plazos más dilatados en sectores sensibles como la enseñanza y la sanidad. Pero ¿por qué si la ley establece taxativamente que los sanitarios deberán dejar su segundo empleo antes del 1 de octubre próximo el decreto regulador fija, en cambio, un plazo entre el 1 de octubre y el 31 de diciembre? Y si la fecha para los enseñantes, de acuerdo con la ley, es el 30 de septiembre, ¿por qué se les obliga a declarar antes del 30 de junio? ¿Qué ha negociado Ernest Lluch con los médicos que no haya acordado José María Maravall con los profesores? En cuanto a la incompatibilidad impuesta a los letrados de las empresas estatales, hace suponer que el Estado se dispone a reclamar la dedicación exclusiva a todos sus empleados, tal y como ocurre en otros países de Europa.
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