'Huella de luz', camino interrumpido
Quizá sea Huella de luz uno de los mejores largometrajes que Rafael Gil ha realizado en su ya larga carrera. Inspirándose en la novela corta de Wenceslao Fernández-Flórez, con adaptación y diálogos del mismo autor, Gil encontró en ese punto de inicio la fórmula para insistir con tino en el tono secreto de los cuentos de hadas.Desde que iniciara su carrera profesional, en 1941, dos años antes, Gil había mostrado su preferencia por las historias agridulces (El hombre que se quiso matar, Viaje sin destino), donde alternaran los optimistas mensajes del cine oficial con un breve dolor por personajes que no son felices.
El personaje central de Huella de luz es Octavio (eficaz Antonio Casal), un pobre oficinista que reduce sus sueños a comer a diario, aunque puede que en su ambición privada haya aceptado otros proyectos: puede que el enamorarse, ser jefe de algo, vivir, en fin, con más dignidad que la que le permite la buhardilla que ocupa con su madre anciana (entrañable Camino Garrigó) y la pelea diaria con los gatos vecinos que capturan su merienda. Octavio es un hombre mediocre al que el azar permite fingirse protagonista de un sueño vivo. Los sufrimientos que ello le causa cuando recapacita sobre su real situación (hombre sin recursos en un ambiente de alta sociedad) no le impiden encontrar su hueco en el afecto de la heredera a la que ama.
Parábola de esperanzas
Hasta entonces, la película insiste en lo obvio con demasiada frecuencia; planteada en tono de parábola de esperanzas, se disimula mejor el toque sobreactuado de los intérpretes (Isabel de Pomés especialmente, que recita sin verosimilitud sus bobas frases), aunque ello no sea capaz de compensar la excesiva ingenuidad del relato.Huella de luz adquiere su auténtico interés situándose en el contexto en que nació. El frente de los suspiros, melodrama sobre las mujeres que esperan el regreso victorioso de los nacionales; El abanderado, redicha biografía de Daoíz y Velarde; Forja de almas, crónica de la vida del padre Manjón; Rosas de otoño, discursiva y reaccionaria comedia de Benavente; Campeones, elogio del fútbol del momento; Alas de paz, Pimientilla, Danza del fuego, Canelita en rama, Schotis, fueron, entre otros pocos, los títulos de 1943. Que destacara Huella de luz, junto a El escándalo, de Sáenz de Heredia, no debe parecer tan extraño. Fue lo que matizó Ángel Zúñiga en su Historia del cine: "Gil trae una inquietud, unos deseos de incorporar su visión a un movimiento más ambicioso que el que es corriente en el país".
El director fue considerado el Frank Borzage español, "maestro en la penetración de vidas humildes y de psicologías sin complicaciones artificiosas", según escribió Carlos Fernández Cuenca. Este entusiasmo se explica más por el ardor patriótico de la crítica del momento que por similitudes reales entre tan distintos autores. La crítica de los años 40 vivió una contradicción entre el deseo por encontrar un cine mejor y el no descolgarse del carro de la victoria.
Permanece Huella de luz como muestra de un camino que no se cursó. El propio Rafael Gil se especializó poco después en la filmación de dramones históricos (Reina Santa, La señora de Fátima, La guerra de Dios ... ). Sus insistencias en la poética de la película de hoy (El fantasma y doña Juanita, La calle sin sol...) fueron perdiéndose en el olvido.
Huella de luz se emite hoy a las 20.30 por la segunda cadena.
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