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Reportaje:TOCATA DE ESTÍO

Pasen sin llamar

Los 12 bocinazos de la medianoche anunciaron la llegada del feliz y próspero mes de agosto. El paso fronterizo de La Junquera quedaba con la espita abierta al máximo. El desmadre aduanero iba a alcanzar su cénit en las próximas horas.Por unos incontrolados conductos salían, tostados ya, los turistas continentales oliendo a café y. hacia el laboreo de Europa. Por otros, igualmente incontrolados, entraban sus prójimos todavía blancos como la leche hacia el bureo de España.

"Sólo estamos cuatro guardias para esta animalada de trabajo", dijo el cabo de carabineros; "esperábamos que Madrid enviara refuerzos, pero no han hecho nada".

El cabo dio un paso atrás. En ese instante irrumpía la avalancha de vehículos con tablas de surf, bicicletas y motores fuera borda a estrenar. Era grandiosa la embestida opulenta de la CEE. Y era conmovedor nuestro recibimiento, sin solicitar un papel y sin controlar casi ningún pasaporte, porque la península se convertía en una salita de estar con la puerta arrancada y las fotos de Boyer y Barrionuevo sobre la cómoda.

¿Dónde iban las tablas? ¿Y las bicicletas en los techos de automóviles con matrícula de Perpiñán? ¿Volverían a su punto de partida terminada la vacación?

"No suelen venderlas en España", dijo la única funcionaria de aduanas del cuerpo de Gestión de la Hacienda pública que prestaba servicio esa noche; "confiamos en que todo lo que entran vuelvan a sacarlo". La funcionaria, de 29 años y amable sonrisa, tampoco sabía cómo meterle mano a este lío. Se recibieron instrucciones de Madrid diciendo que dejaran pasar tablas y bicicletas a razón de una por turista. Y a la velocidad que iban entrando los turistas resultaba incluso imposible contarlos a ellos.

¿Y la droga? ¿Y las armas? ¿No era esto un colador?

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"Tenemos un perro para la droga", reveló el cabo de los carabineros, "pero no es muy bueno y sólo lo sacan a la carretera general algún rato".

Al parecer, el perro estaba constipado. Y, además, perros, gatos y pájaros sobraban en todos los vehículos de los turistas. ¿Tampoco se controlaba el mundo de la bestia doméstica?

El cabo rió. Los policías daban prisas fuera de sus casillas de pasaportes para que el río no se desbordara y fluyera sin atascos. Alguno de estos guardias se ladeaba la gorra y tocaba el pito como si fuera un matasuegras de Nochevieja, y saludaba a los anhelados huéspedes con esa joven sonrisa de indulgencia y modernidad. Otros agitaban ambas manos como los atletas cuando van a dar un salto pirenaico y ponen cara de darse aire en los sobacos.

A ojo de buen cubero

El cabo entró en una garita esquivando una señal de stop derribada en el suelo, sujeta con un pedrusco de cantera. ¿Necesitaba aspirinas? ¿Tendría qué hacer alguna llamada telefónica importante?

"No tenemos teléfono aquí. Si he de telefonear tengo que dejar la zona de. servicio y marcharme al edificio de allá; pero aquí me meto para hacer la estadística: nos piden que anotemos en este cuadernito los coches que entran, nacionalidad del coche y el número de viajeros". ¿Sería capaz este abnegado carabinero de hacer semejante alarde contable? "Bueno, uno lo va poniendo a ojo de buen cubero".

Un iberbús cargado de marroquíes esperaba el visto bueno procedente de Lyon y con destino a Algúciras. Dijo un guardia: ."Droga pueden traer, claro, pero te subes y apesta dentro, y como no veas a un tío pin, chado y con cara de hippy, pierdes el tiempo".

Y el tiempo no era droga, sino oro, aunque aquí parecía que todos mostraban algún signo de intoxicación, "Pobre gente, estos marroquíes", dijo el conductor Escobar volviendo a su iberbús. "No sólo se arrean 30 horas de asiento, sino que al llegar a su aduana lo primero que les hacen es zurrarles y luego les preguntan si traen algo que declarar, y tiemblan que hay que ver".

No había temblores ni palizas entre nosotros. Un alemán pasó un televisor a la vista: ¿Color?", le preguntó el guardia. "No, no respondió el alemán. "Pues pase, venga, pase".

Y a eso de las 10.30 de la mañana soleada del primer día de agosto, otro guardia le preguntó a una señora en su coche de postín si llevaba algo de pago. "¿De verdad que nada? ¿Ni siquiera lleva quesos?".

Los galos pasaban tan felices entre estos controles que bailaban su danza llamada la bourrée. Dos peatones pretendían cruzar a pie. Y el carabinero gritó: "¡Eh, alto! ¿Pero qué pitorreo es éste? ¿Pero bueno, os metéis a pie?".

Y qué más daba. A pie, a saltos, en tartana o en barca de goma hinchable, la media no era inferior, ahora, a los 400 turistas por minuto en estas cinco y estrechas calles que conectaban el suelo republicano francés con el suelo monárquicoespañol.

Un teniente vino a firmar en la garita y se pasaba la mano por la cabeza y ponía los ojos en blanco. Luego salió de la garita y entró en un Seat 850 de parecido tamaño, y se marchó otra vez dejando a sus cuatro y únicos subordinados al frente de un servicio que reclamaba algo más.

El parte climatológico para Europa era, de borrascas y precipitaciones mientras que, hacia abajo, calor y sequía estaban garantizados. El eslógan del año era, oficialmente, Todo bajo el sol, y cuando la avalancha descendía por la autopista A-7, de los receptores de radio emanaba cristalina la voz del señor Fuejo, autoridad turística: "Francamente bien, todo va bien y no creo que este año se produzca overbooking, y espero que los vacacionistas no hagan reclamaciones y se olviden de la Secretaría de Estado para el Turismo".

Sí, todo bajo el sol. Lo que faltaban, en la creciente asfixia de la mañana, eran sombras en las áreas de descanso de la autopista. Sobraban esculturas abstractas y faltaban sombras concretas. y algún retrete donde evacuar. "En España es terrible, no sabes dónde soltar la caca... ¿Detrás del monumento?, ¿delante?", preguntaba una mademoiselle necesitada de urgente asesoramiento.

Pero era hermoso, ver este río de carrocerías tapizadas con divisas de moneda fuerte, aquí y allá, surcando las canales de la nación para regar unas cosechas tan secas y raquíticas como las de este año.

Venían los atascos del peaje y sé formaban kilómetros de quietud. ¿Para qué habían dado tanta facilidad los guardias de frontera si, más adelante, estos guardias de autopista formaban el tapón con el objeto de cobrar 150 pesetas?

Los extranjeros ya sabían que el espíritu hispano era así, un poco contradictorie y desconcertante, pero ello añadía encanto al árido zapateado nacional. "Ustedes dejan pasar donde los demás hacen parar, y paran donde no es lógico que paren el tráfico", protestaba, lánguidamente un sajón que, al mismo tiempo, ventilaba su extremidad inferior descalza por la ventanilla.

La diversión folklórica vino a producirse en el límite provincial entre Gerona y Barcelona. Aquí, en el punto 97 y hasta el punto 93 de la autopista A-7 (cerca de la salida 10), el atasco era gigantesco. Varios kilómetros de parón sólo presagiaban un accidente atroz ante el que los extranjeros imaginaban grúas, helicópteros y ambulancias. ¿Qué ocasionaba semejante retención? ¿Podrían informarnos por una de las 50 líneas telefónicas especialmente habilitadas por Tráfico en Madrid?

"Pues no, no tenemos noticias de que pase nada", dijo la señorita; "creemos que todo va bien". Otra compañera suya había informado la noche anterior que el paso fronterizo de La Junquera permanecía cerrado de las 11 de la noche a las siete de la mañana. Y con ello demostraba Tráfico que de las 50 líneas especiales sobraba alguna.

Ahora la razón del atasco aún era más pintoresca: un solo obrero pintaba la raya de la autopista el día primero de agosto al mediodía, para demostrar al turismo internacional que no hay paro en España y que un operario en acción es capaz de detener a miles de vacacionistas.

Todo bajo el sol

Radio 1 emitía precisamente entonces una canción moderna cuyo estribillo afirmaba que "no somos lógicos, no somos prácticos", y esa música la estaban tarareando nuestros visitantes. Él conductor del camión GE-5581-L volcó su corpachón por la portezuela y gritó: "¡Catorce años vengo haciendo esta carretera y no había visto cosa igual! ¡A ver si suelto el hormigón de mi hormigonera y os pinto yo otra raya!".

¿Para qué sulfurarse? ¿Qué sexagenario de éstos, con más de medio siglo de sexo a remojo, no experimentaba ya un cierto y gozoso despertar de su líbido? El absurdo atasco, la música irracional, la voz del gobernador del turismo patrio, el amenazador grito del camionero de Gerona, ¿no anunciaban ya un programa excitante y embriagador que cerrara el aburrimiento de un año?

Paraban en las estaciones de servicio y abrían sus maleteros y sacaban sus vituallas y comían con la cabeza metida en ese pesebrillo posterior del automóvil. ¡Todo bajo el sol! ¡Todo!

Luego verían levantarse a las levantinas de Castellón para barrer con escobas de caña india su pedazo alícuota de acera, y qué bien, qué bello trabajo realizaban estas mujeres a las que el municipio debería pagar por el servicio de limpieza, y no al revés.

Lo único que deseaban estos extranjeros en su marcha final hacia la playa era lograr un perfecto torrefacto de la piel sin una gota de lluvia.

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