La vida
El hombre busca su origen -"¡Y no saber a dónde vamos ni de dónde venimos!"- y quiere salvar su vida matando a la muerte. La vida ha sido denostada de mil maneras: "La naturaleza no ha dado al hombre otra cosa mejor que la brevedad de la vida" (Plinio el Viejo). "La vida es como un cuento relatado por un idiota, un cuento henchido de palabrería y frenesí sin sentido alguno" (Shakespeare). "El sueño de la vida es una pesadilla perpetua" (Voltaire). "Ven, muerte, tan escondida...", y así sucesivamente hasta llegar a "La vida es un valle de lágrimas", de la salve.Hay cosas, en efecto, en la vida que pueden ser peor que la muerte. ¡Quien lo probó lo sabe! Pero la vida es el don de los dones, el don supremo. Es verdad que la corrupción de lo óptimo puede ser lo pésimo, pero la vida, aunque corruptible, sigue siendo lo óptimo. Cuando se mira la vida con una mirada limpia, capaz de traspasar las zonas oscuras, de remontar las contracorrientes, de pisar sin daño las malezas y pasar "los fuertes y fronteras", aparece la vida con toda su fuerza, con toda su belleza, con todo su esplendor.
Defender la vida es defender la nobleza de su origen; una cosa tan maravillosa como la vida tiene que tener un alto origen, el más alto imaginable. Descender de reyes o príncipes, o de cualquier clase de nobleza, sea de la sangre, o del poder o de la guerra, o del dinero o del saber, o del arte o de cualquier otra forma de exaltación humana del hombre; nada de esto es nada; esa nobleza, ese ser hijo de bien -que eso quiere decir hijodalgo- no son sino vanidad de vanidades, vientos que van y que vienen sin dejar rastro.
El hombre quiere ser hijo de Dios, quiere endiosarse, renacer en ese linaje adoptivo pero absolutamente real, en el doble sentido de la palabra, de realidad y de realeza, que es la filiación divina. El hombre nace en la naturaleza y de la naturaleza, es decir, de la materia, pero no es naturaleza, es sobre naturaleza; está hecho no ya del polvo de la tierra, que es lo que se pisa, lo que no tiene utilidad ni belleza, porque en verdad está hecho de un algo que es menos todavía que el polvo mismo; porque ese polvo es visible y tangible, pero la materia de que está hecha su estructura se compone de moléculas que son ya invisibles e impalpables, y éstas, a su vez, de átomos que Demócrito -que es el que pone en boga la palabra- creía que eran aquello que no se puede cortar, lo absolutamente indivisible, el reducto inviolable, la roca de la materia. Mas ha resultado que esa indivisibilidad es lo más divisible y dividido que se puede imaginar. El núcleo del átomo se compone de protones, neutrones y electrones; los primeros y los últimos, con carga eléctrica positiva y negativa; y ese núcleo está rodeado de partículas que no sólo son incontables, sino tan mínimamente mínimas que son casi nada. Con esta expresión casi nada no se quiere decir que la materia salga de la nada, porque de la nada nada puede salir, sino que el origen de la materia, lo que llamamos la naturaleza, que es lo que tenemos delante y que aparece como algo tan sólido y tan sustante de todas las cosas, incluido entre ellas el hombre mismo -aunque él no sea cosa-, es decir, todo lo que se ve, todo lo que se toca, todo lo que se siente, resulta que no es que sea nada, sino que es un misterio porque es un ser y no ser al mismo tiempo.
Resulta así que el materialismo, sinónimo vulgar de realismo, en oposición al idealismo y al espíritu, no tiene nada de sólido y de estable, de algo incuestionable, sino que, por el contrario, es un puro enigma, un abismo insondable. Lo curioso es que en esto de que el hombre, somáticamente, está hecho de polvo, de materia, concurren las dos grandes teorías en disputa sobre el origen del hombre: el creacionismo y el evolucionismo. Ambas parten de ese mismo principio materialista. El hombre ha salido del polvo como todos los animales del campo y las aves del cielo, que las formó Yahveh-Dios -dice el Génesis- de la tierra. En efecto, en el primer relato, después de mandar YallvehDios primero a la tierra que produzca la vida vegetal y luego, respectivamente, a las aguas y a las tierras que produzcan las especies animales -sin que se determine el "cómo ha de producirse esa generación, si específica, si evolutivamente- y viendo que lo hecho estaba bien hecho, dice entonces Yahveh-Dios, ya ultimada, ya al margen de la creación zoológica, que ha mandado hacer al agua y a la tierra, diciéndose Él a sí mismo, como reflexionando, ya sin dirigirse a la creación hasta entonces creada, sino vuelto a su propia persona trinitaria: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, según nuestra. semejanza, y domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas y en toda la sierpe que serpee sobre la tierra".
Y en el segundo relato del Génesis aparece cómo YallvehDios formó al hombre del polvo del suelo, le insufló aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente. Este ser llamado hombre es una nueva criatura distinta de todas las demás criaturas creadas, a quien se le da el dorninio de todas ellas para que las señoree. Se dan claramente dos momentos distintos entre la creación de las cosas inertes y los seres vivientes, no humanos, y la creación del hombre.
El hombre es también zoología, pero zoología más espíritu; su soma es orgánicamente el mismo que los de la escala superior zoológica, pero está hecho a semejanza de Dios y tiene una filiación divina. El hombre puede haber salido del polvo y volver al polvo, corno cualquier otra forma de vida vegetal o animal, pero ese polvo es un polvo enamorado, como dice el poeta; un vaso de barro para la sangre no animal sino humana, bien humana, e incluso para convertirse en cáliz. Esta diferencia es toda la diferencia con la evolución puramente materialista.
El pensamiento dominante por siglos y siglos lla sido el de que cada ser vivo estaba especialmente diseñado y que cada especie era sui generis. Un gran Diseñador, es decir, un Dios creador, aparecía como la explicación más clara, más inteligible para la mente humana, deslumbrada y sobrecogida ante el mundo terrenal y sideral. Todas las cosas, tanto las inertes como las vivas, habían sido diseñadas por Dios, y el hombre, también diseñado sobre esa textura, pero a imagen y semejanza del Diseñador mismo. Toda la creación es una proyección de Dios, pero el hombre, además, es su reflejo.
Sobre esta filiación divina del hombre hay que decir que es muy anterior al cristianismo. Está prácticamente en todas las teogonías y en todas las teologías de todas las civilizaciones; en la más cercana a nosotros, la de los dioses y díosas del Olympo greco-romano, ellos, diosas y dioses, engendran hijos con mujeres y hombres de la raza de la tierra. Un héroe mítico como Aquiles, era hijo de Peleo, rey de los mirmidones, y de la nereida Tetis. Y Alejandro Magno, un hombre ya bien próximo a nosotros, se convierte en un rey supremo, encarnación de un semidiós, creando en tomo a su persona toda una mitología, en la que se mezclaban temas dionisiacos y ritos persas. Virgilio, en la égloga IV, pocos años antes de la era cristiana, habla del niño que ha de nacer como anuncio para la humanidad de una nueva era. Los emperadores romanos se divini-
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zaron, y tantos y tantos casos en los que no hay que insistir porque son cultura del bachillerato.
Pues bien, ésta fue la idea dominante hasta que llegaron Darwin y Wallace, sobre todo el primero. Para explicar el origen de las especies y, sobre todo, de la especie humana, no hacía falta Dios, porque la selección natural se ocupaba de esta arquitectura progresiva y perfectiva de todos y cada uno de los seres. La selección natural parte de dos supuestos: de que hay una sobreabundancia de seres vivientes y que, como consecuencia, se genera una lucha por la vida, y de que en esa lucha permanente y necesaria sobreviven los mejores. En virtud de la selección natural se producen mutaciones, cambios, que son mejoras que se transmiten sucesivamente por herencia. Los cambios proporcionan la materia prima de la evolución; y así, por una serie de lentas transformaciones, se pasa de unas formas de vida a otras, originándose nuevas especies. Muerte de los no sobrevivientes, mutaciones y tiempo lento son la maquinaria de la evolución. Desde las formas preinfusorias hasta el santo, el sabio, el héroe, el genio.
Para la evolución todas las cosas nacen de un tronco común originario, que, sucesiva y lentísimamente, se va diversificando; es decir, árboles y personas, sapos, mohos, paramecios, etcétera, descienden de un ejemplar único y común en el origen de la vida, en la historia primitiva de nuestro planeta; por ello, en el fondo de todo, en el núcleo molecular de la vida, los árboles y los hombres son esencialmente idénticos, porque las células de unos y otros utilizan los mismos ácidos nucleicos para la herencia. Como justificación de que la selección es posible se aduce que es lo que han estado haciendo los hombres durante muchos milenios. El hombre, en efecto, a lo largo de la historia ha seleccionado, tanto entre las semillas como entre los animales, los mejores. para su utilidad.
Frente a este esquema, muy esquemático pero muy fiel, de la evolución darwiniana -porque hay otras, como la de Teilhard de Chardin- hay que decir:
1. Que la naturaleza no puede seleccionar; la selección es un juicio de valor y el juicio de valor no puede tener más que una significación intelectual o moral, que son cosas que la naturaleza no tiene. Los que sobreviven a los fenónemos adversos naturales no son los mejores, sino los sobrevivientes respecto de esa específica adversidad: terremotos, frío, calor, hambre, epidemias, guerras, etcétera. Es decir, quedan los mejores para el evento en cuestión.
2. Las mutaciones no son perfectivas ni defectivas, son sencillamente mutaciones, y el tránsito de una especie a otra, a través de ellas, es una simple creencia que no tiene, hasta el momento, soporte científico válido.
El ejemplo de que el hombre selecciona es una confirmación de esto; el hombre selecciona y puede seleccionar porque es un ser inteligente, capaz de esos juicios de valor; pero aun así, no puede seleccionar los mejores en absoluto, sino también los mejores para. El perro que se selecciona para guardar el ganado es el mejor para esta función y el peor para correr tras las liebres, y viceversa; el caballo más corredor es el mejor para correr y el peor para el enganche, y así sucesivamente.
La selección inteligente humana -la selección natural no existe- puede ser selectiva, pero no creativa y perfectiva, haciendo pasar lo que no es a lo que es. Y este milagro tampoco lo puede hacer el transcurso del tiempo a base de actuar lentísimamente -la lentitud enamora a los evolucionistas-. A lo que no puede ser no lo hace posible el paso de los siglos, porque el tiempo no es un dios, es una criatura más, como el espacio.
El despliegue de la creación y la esperanza de la plenitud de unos nuevos cielos y una nueva tierra hacen al creyente; la presencia en ella del mal y los males y la falta de esperanza hacen al incrédulo. Éstos no pueden aceptar a un Dios creador; ni los creyentes que la vida del hombre con su libertad, su inteligencia, su imaginación, sus pasiones y su capacidad de amar, que lo resume todo, sea un superanimal producto de infinitas combinaciones atórníco-inoleculares. Es ésta una divisoria que divide a los hombres, pero que no debe enfrentarlos, porque entre una y otra orilla hay el puente de la palabra.
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