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Reportaje:

Iznájar, una tierra de suicidas

"Cuando en Iznájar o en sus aledaños hay un suicidio, las gentes temen que pueda producirse en los días subsiguientes algún otro; efectivamente, parece comprobarse el hecho de que el suicidio es contagioso". Este es el juicio de Carlos Castilla del Pino al comentar el último suicidio ocurrido en la localidad cordobesa de Iznájar la noche de san José, cuando Juan Páez subió a la montaña con su compañera, la víspera de si boda, y, tras privar a ésta de la vida, se suicidó. De antiguo, cuenta el sargento del puesto de la Guardia Civil del pueblo, la gente se quitaba la vida ahorcándose. Ahora, desde 1957, con el pantano...Luego está el extraño caso de cierta oscura llamada por lugares, cerros, el propio pantano. Desde lejos, Lucena, por ejemplo, se conocen casos de gente que ha llegado a Iznájar a sumergirse en la lámina de la presa. La casa ante la que se quitaron la vida Juan y Ana María -porque en el pueblo se cree que la doble muerte fue pactada entre ambos-, situada en lo alto de la montaña, al cabo del camino, ha sido escenario, con éstos, de tres suicidios y dos muertes más. Enfrente, un campesino acabó con la vida de su. esposa y la de un zagal que tenían recogido y luego se levantó de un tiro la tapa de los sesos.

Hay, entre los 7.000 habitantes de Iznájar, de ellos la mitad dispersos por las aldeas, una cotidianidad con el suicidio, una comprensión estoica, como la convicción del derecho a salir de la vida "como se sale de una habitación llena de jumo", que gráficamente definía un viejo lugareño.

Ciertamente, todos los testimonios recogidos en las aldeas atestiguan que ésta es una tierra donde está peor vista la frustración del intento que el propio suicidio. Hay un cierto alarde al contar cómo un joven se amarró a la moto, la puso en marcha y se precipitó con ella en el pantano. Es ésta una tierra iniciática, mística, morisca, judía, solitaria, tierra, en suma, de depresión y de aguardiente de Rute, que se bebe en no pequeños vasos hasta el mediodía.

Para Castilla del Pino, la clave está en la depresión. Hay comunidades depresivas, como las hay ansiosas. Otras atribuciones pueden contribuir, aunque no determinantemente: la soledad, la morbosa complacencia en la melancolía, la propia nobleza y sensibilidad de las gentes, el intento religioso de restaurar el orden de la propia conciencia, un palpable wertherismo romántico que, como en el caso del patético protagonista de Goethe, lleva a las gentes al borde de una sima, de un pantano, del cañón de una pistola.

Esta gente acosturribra a sentarse, al comienzo de la primavera, a ver el espectáculo del crecimiento de las sementeras. Para asistir a este concierto del cereal y el espíritu hacen falta unos lazos muy fuertes con la tierra.

En el enclave que fue frontera entre nazaritas y cristianos, cruz donde se juntan hoy las provincias de Córdoba, Granada y Málaga, sobre las escarpadas tierras altas de IznáJar, vive una comunidad de serranos entre los que no es noticia tomar la decisión inapelable de "quitarse la vida". Para Castilla del Pino, que fue quien primero aportó el dato a la literatura psiquiátríca, la tasa de suicidios es tres veces más alta que la media nacional en este triángulo formado por los pueblos de Lucena-Rute-Iznájar, en el rincón de la Surbética cordobesa.

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A las siete de la tarde del día de san José, en el bar Los Pajaritos, de la aldea de Fuente del Conde, Juan Espinar Ortiz, camionero de 33 años, detuvo su Seat 127 y, dejando en su interior a su noviacompañera-esposa, Ana María Ortiz, pidió a la hija del Mojino, el dueño del negocio, un cubalibre. Con una ojeada sobre la parroquia buscó un compañero con quien beber y le invitó. En el laderón de la antefachada, Ana María se distraía oyendo la radio en el coche. A las diez de la mañana del día siguiente, domingo, iban a contraer matrimonio en la parroquia de Iznájar. Acababan de dejar en unas casuchas más abajo, el hogar materno, a los invitados a la boda.

"Esta es una tierra de mucha espiritualidad, no sólo religiosa, sino mística, iniciática", decía días más tarde el médico titular, José Gutiérrez. "Aquí los suicidas frustrados aducen que se les han aparecido los parientes difuntos, generalmente de muerte violenta, en un olivo, en el pantano..., y les invitan a quitarse la vida porque ''aquí se vive muy a gusto'".

En la familia de Juan ya se han dado dos suicidios. Y dos extrañas muertes súbitas. Su padre se quedó en el camino una noche que subía al cerro Manchel, en cuya última cumbre moraban de antiguo, donde terminan los escarpes y aparece un horizonte de campiñas. Su hermano, Frasco, se murió comiendo, y la sopa le resbaló de la cuchara que utilizaba. José Pachecho, un antiguo novio de su hermana Filomena, se ahorcó una noche en un chaparro al salir de pelar la pava de la solitaria casona del cerro Manchel, por las chozas de Magán. Filomena le guardó el luto habitual. Luego encontró un hombre y se casó. Tuvo un varón y una hembra. Se mudaron a una choza a la chirga de la carretera de Lucena a Loja, donde Filomena se colgó de una viga.

La choza está cerca del bar de Mojino, donde el día de san José su hermano Juan intenta convencer a su amigo Juan Páez a irse de juerga para celebrar la despedía de soltero. Tres amigos rehusaron acompañar a Juan de copas. Bebidos dos cubalibres, regresó al 127 con Ana Mari y se perdieron. Habían almorzado en Ventorros de Valerma, otra aldea entre Fuente del Conde y Loja, término también de Iznájar, donde la familia de Ana María tiene una tienda frente a la pequeña ermita ante la que paran las alsinas (autobuses de línea) que llevan gentes de aldea en aldea. "Dijeron que se iban a la fuente". La boda era el domingo a la diez de la mañana. "Hemos venío porque se iban a echar las bendicíones", dice la hermana mayor, Micaela, que vive en la capital. "Nos acostamos al ver que tardaban, pensamos que estarían durmiendo en Ventorros. Por la mañana, al llegar la hora de la boda, nos empezamos a preocupar; fuimos a Iznájar, a Ventorros, a Loja. Un zagal que sulfataba los olivos en el cerro Manchel descubrió los cadáveres ante los ladridos de sus perros. Estaban los dos juntos, tendidos en el suelo, ante la vieja casa que había sido escenario de tantas muertes violentas.

La nacencia de las sementeras

Juan había intentado en vano encontrar un compañero. Alguien que le quitara, con ocasión de las copas, la voluntad de la cabeza. Tres días antes habían subido el duro y estrecho camino entre las chozas de Magán, que termina ante la casa familiar semiderruida en el cerro Manchel. Llevó a la matriarca Filomena, a su nietecita, la hija de su hermana la suicida, a su novia-compañera-esposa Ana María y a su vieja e inseparable escopeta de repetición."Subimos todos a ver los pujares, la nacencia de las sementeras, que desde arriba, por san José, se pierden de verde hasta grana", contaba la vieja Filomena con su pañuelo negro tapándole hasta la última guedeja del pelo blanco. Vieron surgir la primavera. Abajo, cerca de los arroyos que se desgranan en el Genil, en el pantano, donde ya se han suicidado nueve iznajeños; por las huertas, los membrillos y nogales son como blancas sábanas de flor. Los habares levantan blancas y negras mariposas inmóviles. La primavera, los pujares, durmió aquel día los gatillos. Pero... la tarde noche de san José, llegados al altozano de la cumbre -"se tuvieron que poner de acuerdo, porque ella no juyó"-, el viejo ritual de los depresivos se apoderó de todo lo que cubría la oscureciente bóveda de los cielos. Tierras moriscas. Tierras que andan en coplas por la majeza de los hombres, por los que "se mueren de pena las mocitas de sierra Morena -de Puente Genil a Lucena, de Loja a Benamejí-.Juan debió de disparar a bocajarro. Le voló todo el rostro de la barbilla para arriba.

Al día siguiente, los hermanos recogerían en una bolsa de plástico los sesos dispersos como la proyección de la cola de una cometa sobre el campo donde florecían -pujaban- espárragos, candilillos morados y caléndulas. Juan recogió el pelo de Ana María y le acicaló con él el irreconocible rostro. Alineó sus pies sobre la yerba, dobló sus brazos sobre el vientre y alisó la falda por el pudor de los muertos. Habían sido novios por años. Luego riñeron. Las aldeas próximas sirvieron para que Juan, que andaba en juergas y algún que otro momento, comprobara la fidelidad de Ana María. Él contaba, ya 33 años, ella 29. La hija del tendero, como la de Juan Alba, por las coplas, se iba a meter a monja. Y el día de la nieve, por Carnaval, llegó Juan y se la llevó. Se fueron a Córdoba, a casa de su hermana Matilde. Le compró ropas porque llevó lo puesto. Estuvieron tres días como de bodas. Dicen que por las tabernas él había jurado que "ésa no me pesca". Regresaron a las aldeas de Iznájar. Los padres de Ana María aceptaron el reingreso de la hija y la convivencia de ambos. Unas noches en Ventorros, otra en Fuente del Conde, diez kilómetros de carretera y sierra en medio. El tendero quiso fijarlos. Habló de boda. Prometió un piso allí, en lo que ahora es cochera. Se echaron los dichos. Y el cura de Iznájar marcó la hora: las diez de la mañana del día 20 de marzo. Pero no llegaron.

Muerta y amortajada de yerbas y flores Ana María, acaso después de horas de lucha contra la depresión y la locura, Juan se descalzó el pie derecho. Se sentó junto a su desposada. Con el calcetín puesto maniobró con el dedo gordo en el gatillo de la repetidora, cuyo cañón se apoyaba bajo la barbilla. Y con él disparó. Quedó paralelo a Ana María, sobre la misma tierra donde viven los suicidas.

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